Ciudad de dolor
El escritor nigeriano-estadounidense Teju Cole traza en este relato inédito una parábola de nuestros tiempos de pandemia y reclusión, inspirada en 'Las ciudades invisibles' de Italo Calvino
Y después de uno de esos viajes que te llevan a dibujar una línea imaginaria alrededor de la Tierra, un vuelo que la había depositado en la admirablemente brillante ninguna parte de un aeropuerto a primera hora de la mañana, la viajera tomó otro vuelo, alrededor de mediodía, y continuó su viaje. Pasó seis horas en ese segundo avión, aunque podrían haber sido 16; diferenciar ambos vuelos resultaba complicado en aquel universo suspendido. Su reloj de pulsera decía una cosa, su calendario otra distinta y su cuerpo, víctima del jet lag, una tercera. Finalmente, hacia mediodía, el avión inició su descenso, y la viajera pudo ver desde el aire lo que se asemejaba, en casi todos los aspectos, a una metrópoli al uso: el nudo de carreteras acostumbrado, los parques alargados, la repetición de rascacielos. Le recordó, a la manera en que solían hacerlo las vistas aéreas, aquello que su madre le había explicado una vez sobre el colapso de estrellas gigantescas, que podían reducirse hasta alcanzar un ancho no mayor que el de una ciudad. A juzgar por la distancia recorrida, la viajera bien podría haber dado la vuelta al mundo y estar a punto de aterrizar en el lugar del que procedía. Pero algo en lo que veía la convenció de lo contrario: la inmensa ciudad era circular, y la maraña de autopistas se desanudaba en el centro, dando lugar a lo que parecían carreteras de salida, similares a los radios de una rueda. Supo, por tal singularidad cartográfica, que había llegado, y aquella era su primera vez, a la ciudad de Reggiana.
En la terminal, vio un letrero en el que aparecía el escudo de la ciudad, ilustrado con tres delfines. Estaban a finales de invierno, y el tiempo era inestable. Tan pronto nevaba como lucía el sol y, sin embargo, no tardó en darse cuenta de que, sin importar si nevaba o lucía el sol, las temperaturas tendían siempre a ser más altas de lo que se esperaba que fueran. Ella, que sabía lo mucho que podían parecerse las ciudades, solo estaba interesada en aquel momento en sus diferencias. Cuando descubrió que los ciudadanos de Reggiana eran refugiados, recién llegados de otros lugares, supo aquel sitio iba a gustarle. La ciudad se había construido tan rápido que casi parecía haber aparecido de repente. Todo el mundo había llegado casi a la vez. La historia decía que apenas había pasado una estación entre la fundación de la ciudad y el momento en el que había alcanzado su población máxima. Que todo fuese tan nuevo para todos a la vez hacía que Reggiana se viese obligada a descubrir sobre la marcha en qué consistía su cultura. Por otro lado, al igual que Qom o Touba, Reggiana era una ciudad sagrada. Como en Jerusalén, Lhasa, La Meca e Ile-Ife, la experiencia de lo numinoso estaba por todas partes. Sus calles eran sagradas, y también sus paredes. Tocar una barandilla o abrir una puerta en Reggiana alumbraban la posibilidad de la muerte. No había interacción que no estuviera imbuida de un peso tremendo; cada una era como un terrón de azúcar tan pesado como el Everest. Y siendo así las cosas, la atmósfera de la ciudad no era ascética ni dramática. Los ciudadanos tenían, por el contrario, una modesta forma de vida en aquel mundo hasta cierto punto embrujado, aquel mundo que estaba en guerra con aquello que no podían ver. Sabían que lo invisible no era imaginario. Vivían bajo el azote de una Visitación, y era por eso que todos los Reggiani tenían el toque de queda en la cabeza y un nudo en el corazón.
En Reggiana, la gente nacía y moría, pero ocurría que allí el número de muertes era siempre mayor. Tan duro era el azote que lo primero que hacían los ciudadanos, cada día, era echar un vistazo, a los obituarios
En el momento de la llegada de la viajera, la mano de la Muerte se cernía con crueldad sobre la cuidadosa ciudad. Como en el resto de la Tierra, en Reggiana, la gente nacía y moría, pero ocurría que allí el número de muertes era siempre mayor. Tan duro era el azote que lo primero que hacían los ciudadanos, cada día, era echar un vistazo, a los obituarios. Como le dijo el carretero a la viajera que la llevó a recoger sus raciones: “Si revisamos los obituarios no es solo para saber quién ha muerto durante la noche sino también para comprobar que no hemos sido nosotros”. En el carro alguien había pintado el escudo de la ciudad, en el que podía verse el pomo de una puerta. “Reggiana”, había añadido el carretero, “es una de las pocas verdaderas democracias del mundo. Cualquiera en cualquier momento puede sucumbir a la Visitación: los ricos, los pobres, los cultos, los incultos, los famosos, los anónimos. El número de habitantes de la ciudad no es el que es, porque no podemos evitar incluir a los muertos en el censo”. Le había contado, también, que uno de las primeras víctimas de la Visitación había sido un cliente suyo, un destacado arquitecto de la ciudad. Y aún se referían a él, le dijo el carretero, en tiempo presente.
Los Reggiani intercambiaban historias de la misma manera en que los comerciantes de otras ciudades intercambiaban especias, artículos de cuero, perfumes, alfombras y tallas de madera. Cada historia que se contaba en Reggiana era distinta, y solo en la memoria, solo cuando la viajera intentó contarse a sí misma las historias que le habían contado, se dio cuenta de que todas eran una misma historia, variaciones, todas, de un solo relato que, de una manera u otra, tenía que ver con la Visitación. Pero lo olvidó pronto, y al día siguiente, cuando se topó con nuevas historias, cada una le pareció tan novedosa e interesante como lo era para el que la contaba. Una tarde, mientras escribía el relato de alguien que se había recuperado de la Visitación, oyó sonar la campana de la iglesia, sin que convocase a nadie, y la llamada al rezo del barrio colindante, desatendida también, por la prisa acostumbrada de los feligreses. Nadie acudía a su iglesia ni a su sinagogas, nadie, tampoco, a templos y mezquitas, las escuelas estaban vacías, las tiendas permanecían cerradas, la gente no salía de casa. Pero eso no acabó con su vida social, pues los habitantes de Reggiana estaban tan interconectados que ésta se trasladó a sus hogares. En cada uno de ellos, cada familia disponía de un potente medio de comunicación que le permitía contactar con otras familias sin salir de su encierro. Y no sólo eso. Grandes y pequeños negocios siguieron también en pie operándose desde la mesa de la cocina y el dormitorio; y amantes, ex amantes y futuros amantes aprendieron a cultivar el deseo en ausencia del cuerpo amado.
Se dice que aquellos que se han visto obligados a reconstruir su realidad desarrollan formas particulares de conocimiento. Los Reggiani eran grandes gourmets, y cocinaban, con flagrante desprecio por las fronteras, mezclando aceite de palma, salsa de pescado, garri, remolacha, yogur, harissa, anchoas, yuca; aunque lo verdaderamente único de la cocina de Reggiana era su predilección por el concentrado en todas sus formas: si se les daba a elegir, preferían salsas en lugar de caldos, licores en lugar de cerveza, vino en lugar de agua, complejos sofritos, chiles en lugar de pimientos. Junto a esa predilección por lo reducido, preservado, deshidratado, picante y escabechado, existía también cierta inclinación por lo frugal, y el aborrecimiento de los desechos innecesarios, culinarios y de todo tipo. Ninguna ciudad de tamaño comparable había producido jamás una cantidad tan pequeña de basura. El hábito se instauraba de forma natural en todo aquel que llegaba a la ciudad. La viajera llevaba apenas unos días allí cuando cayó en la cuenta de que escribía siempre con el mismo lápiz. Cuando se le gastaba la punta, lo afilaba. No se sentía tentada de salir a comprar otro, aunque tampoco habría podido hacerlo, pues las papelerías estaban cerradas. El lápiz fue empequeñeciendo hasta alcanzar el tamaño del lápiz de un carpintero. Maravillada lo advirtió la viajera mientras escribía, y no solo porque no le había ocurrido nada parecido desde niña, sino porque le encantaba sentir que ya formaba parte de la ciudad en espíritu, pese a no ser más que una habitante pasajera.
En la casa del otro lado de la calle vivía una familia de cuatro miembros: una madre, un padre y sus dos hijos. El mayor de los hermanos era el único que salía de casa, trabajaba como limpiador en la ciudad, recogía la basura de la gente y adecentaba edificios infectados. A la viajera le gustaba su voz. La calle estaba tan silenciosa que cualquiera podía hablar sin levantar la voz y ser entendido perfectamente por el vecino de enfrente, y esa suerte de conversación a distancia era habitual en Reggiana. Una especialmente calurosa noche de marzo, hablando con el joven, la viajera descubrió que estudiaba los cielos. “El de limpiador es solo un trabajo, en realidad soy astrólogo”, dijo el chico.
Ninguna ley exigía a los ciudadanos de Reggiana disponer de globos terráqueos o colgar mapas del mundo en sus hogares. Pero todos lo hacían, y solían decir: “Reggiana es el mundo” o “el mundo es Reggiana”. Cuando decían, “mi antiguo país” hablaban de todas las ciudades imaginables de la Tierra. Los mapas recordaban a los Reggiani, leales a su nuevo hogar, las ciudades que llevaban dentro, sus más profundos anhelos y deseos. Nunca había estado la viajera en un lugar en el que la memoria importase tanto. No era mera nostalgia, sino un cierto tipo de hambre. Hambre por aquello que estaba a punto de desaparecer, y por aquello que luchaba por abrirse camino. Reggiana custodiaba el recuerdo del tacto, aunque a veces sus habitantes decían no preocuparse por el pasado. Aseguraban no sentirse molestos por la falta de contacto físico, pero rompían a llorar ante la mera contemplación de una cortina que descansase en el alféizar.
En la ciudad, se esperaba que las enfermeras, los cirujanos, los carreteros, los tenderos y los limpiadores trabajasen fuera de casa. Se los consideraba héroes y, en algunos casos, se les veneraba como a santos. Eran los únicos que tenían vidas públicas. A la mayoría de la gente de Reggiana se la escuchaba pero no se la veía. Era costumbre en Reggiana quedarse en casa, una convención tan natural para ellos como la de vestirse. Solo se daban excepciones cuando había una buena razón para que se diesen. Cuando se trataba de entrar en contacto con cualquier otro, los Reggiani eran muy cuidadosos. Para darle algo a alguien, el que lo daba debía dejar lo que fuese en un sitio, y después del paso del intervalo de tiempo que se consideraba adecuado, el receptor debía recogerlo. Pese a todo, los vecinos estaban más unidos que nunca. Lo que se oía a menudo importaba más que lo que se acometía.
La gente no salía de casa. Pero eso no acabó con su vida social, pues los habitantes estaban tan interconectados que ésta se trasladó a sus hogares. Cada familia disponía de un potente medio de comunicación que le permitía contactar con otras familias sin salir de su encierro
Sentada ante su escritorio una tarde la viajera había oído a una mujer gritar de placer. Era evidente que estaba haciendo el amor. No necesitaba sus palabras, lo que la traducción de aquel grito decía en cualquier idioma del mundo era: “¡No pares, sigue, sigue!”. Más o menos al mismo tiempo, desde un lugar distinto, le había llegado el sonido de alguien tocando el violonchelo. Los fragmentos de melodía iban acompañados de largas pausas, de manera que parecía como si el violonchelista conversara con un interlocutor desconocido. A través de la ventana abierta, a la viajera le llegaron pedazos de vidas, seres humanos. Se dice que ningún hombre es una isla, pero en Reggiana, todos los hombres y todas las mujeres eran islas. Todos los niños y todos los que no eran ni hombres ni mujeres eran islas. Estas islas podían oírse entre sí, pero permanecían separadas, sin tocarse, como un archipiélago humano.
Los museos de Reggiana, repletos de cuadros de un valor incalculable, estaban cerrados; sus bibliotecas, llenas de libros, también; las sastrerías, vacías, y ni una sola taberna ofrecía un trago al sediento. Todo eso era triste, pero para tristeza la de la sala de conciertos de acústica perfecta que había en el centro de la ciudad, con sus paneles de madera de teca, sus escalonadas filas semicirculares de lujosos asientos rojos, su magnífico mural en el que estaban representadas las muchas naciones de las que procedían los refugiados, y, por encima de todo, su cúpula elevada, cuyo interior estaba cubierto de pan de oro. Permanecía en silencio día y noche. Los talentosos músicos de Reggiana habían encontrado, pese a todo, la manera de tolerar tan intolerable hecho: no dejar de tocar. Ek solitario violonchelista que había oído no era más que un filamento del vasto tejido que conformaban los músicos de la ciudad, uno de los 12 violonchelistas que había en ella, y estos, no era más que un subconjunto de la sección de cuerdas, la sección de cuerdas de que dispondría una gran orquesta, con sus metales, sus instrumentos de madera, sus percusionistas, su única arpa. Los músicos tocaban cada día, a la misma hora, lo hacían de verdad, y en su cabeza, y los habitantes de la ciudad les escuchaban, desde sus casas. Tocaban, los músicos, para sí mismos, y para sus conciudadanos, y para la sala de conciertos, con la esperanza de poder llenarla otra vez algún día, con la esperanza de oír cómo la música ascendía, otra vez, hasta su cúpula dorada.
Una noche, la viajera saludó al joven astrólogo desde el otro lado de la calle. “¡Hola”, le dijo y recibió su saludo de vuelta: “¡Hola!”. Se imaginaron el uno al otro en la oscuridad. “¿Es peligroso tu trabajo?”, preguntó la viajera, pues tenía entendido que los limpiadores, como los vigilantes, los médicos, los enterradores y los carreteros, eran especialmente vulnerables a la Visitación. “Todo trabajo es siempre peligroso”, contestó el joven astrólogo, sin alzar demasiado la voz. “Eres valiente”, dijo la viajera. No brillaba la luna sobre ellos. “Te lo explicaré”, dijo el astrólogo. “Nueve meses antes de que llegáramos”, dijo a continuación, “menos de un año antes de nuestra llegada, antes de que los cuatro –mi padre, mi madre, mi hermano y yo– dejáramos nuestro país, Urano entró en Tauro. Sigue allí, y allí va a quedarse durante los próximos siete años. Urano es el planeta de la rebelión, y creo que lo que quieres saber es qué pasa cuando transita hacia el signo de Tauro”. Sorprendida, la viajera dijo, “Sí, me gustaría saberlo”. La respuesta llegó desde la oscuridad, desde el otro lado de la calle, salió de una cara que no podía ver. “Tauro habla con la naturaleza desde su inalterada forma, previa a la intervención humana”, dijo la voz. “Su naturaleza es salvaje. Piensa en el Minotauro en su laberinto. Los cielos dirigen el destino de nuestra ciudad: Reggiana es el mundo. La Visitación une nuestro microcosmos con el macrocosmos, lo que no podemos ver con lo que no podemos sentir. Hemos fastidiado a la naturaleza y ahora ella nos está fastidiando a nosotros”. “O no”, dijo la viajera. “O no”, dijo el astrólogo, riendo. “¡Cuídate”, dijo la viajera. “Tú también”, dijo el astrólogo.
Había un problema, y era un problema sencillo para el que sin embargo la viajera no tenía respuesta. El misterio era el siguiente: ¿Estaba Reggiana en el mar, o junto a la orilla de un lago, o la rodeaba un ancho río? La viajera había leído tanto como había podido sobre la ciudad, pero había sido incapaz de dar con la respuesta. Habiendo evaluado las medidas por las que se regía la ciudad, cayó en la cuenta de que estaba permitido salir a caminar, nunca durante demasiado tiempo, dos o tres veces por semana. Una vez fuera de casa, intentó resolver el misterio, pero le resultó igualmente imposible, caminaba en círculos, como si la tierra tratase de engañarla, como si tuviera mente propia. Incapaz de encontrar una ribera o una orilla, acabó en un barrio lejano, repleto de magnolios. Allí conoció a una vieja profesora de física, experta en estrellas de neutrones. “¿Vives en Reggiana?”, le preguntó la viajera. “Debería ser yo quien te hiciese esa pregunta”, respondió la astrónoma. La astrónoma no le sirvió de ninguna ayuda en la resolución de la configuración de la ciudad, y tampoco la ayudaron los libros que consultó después, solo le dieron respuestas contradictorias. Buscó pistas en el escudo de la ciudad que encontró en una enciclopedia. Vio un periscopio en él. Esa noche, como el resto de noches, los Reggiani cocinaron. Cuando abrió la ventana, la brisa llegó cargada de aromas. Oyó tocar al violonchelista, y débilmente, a lo lejos, oyó a alguien toser.
A través de la ventana abierta, a la viajera le llegaron pedazos de vidas, seres humanos. Se dice que ningún hombre es una isla, pero en Reggiana, todos los hombres y todas las mujeres eran islas
Durante sus paseos, la viajera empezó a desenredar el paisaje urbano. Cuando volvía a casa, miraba el mapa del mundo, y curiosamente, cuanto más se fijaba, más respuestas encontraba y más detalladas eran estas. No reveló información fiable sobre la cantidad y la forma del agua que la rodeaba, pero sí dejó claro que la ciudad era, entre otras cosas, una ciudad del aprendizaje. Los Reggiani tenían en muy buena estima a los geólogos, antropólogos, historiadores, etólogos, cosmólogos, botánicos y alquimistas, y les habían puesto sus nombres, los nombres de tan melancólicos profesionales, a los sitios más destacados de la ciudad –parques, plazas, cruces–. Por contra, las calles de la ciudad con las que se había topado en sus paseos estaban únicamente señalizadas con coordenadas geográficas. Pero en el mapa, esas mismas calles, tenían nombres de otras ciudades que eran también ciudades del aprendizaje. Así, existían las calles de El Cairo, Berkeley, Padua, Oxford, Sevilla, Esmeralda, Octavia, Bolonia, y las avenidas Pushpagiri, Tombuctú, Gaegyeong. La viajera anotó los nombres y junto a ellos, las coordenadas latitudinales y longitudinales correctas, para establecer una concordancia entre unos y otras. El inventario se fue haciendo más detallado cada día, y sus paseos, más largos. A veces, incluso tomaba el tranvía. Al tocar las relucientes barras, al sentarse en sus asientos de madera, se preguntaba si se estaba poniendo en peligro. En la primera página de su inventario, había dibujado el escudo de la ciudad. Lo había copiado de la bolsa de papel en la que le habían servido sus raciones. El emblema central era una mano enguantada. “Este es uno de esos viajes”, pensó la viajera, “que se describen en los libros antiguos. Viajes difíciles de hacer con mapas convencionales pero que igualmente te llevan a lugares que parecen no existir y que a la vez no son menos reales que otros. La clave, en esos viajes, no es la distancia que se recorre, sino darse cuenta de que los peligros del viaje no se disipan al llegar”.
En el barrio de los magnolios, volvió a encontrarse con la astrónoma. La conversación tuvo lugar a primera hora de la tarde, porque a la astrónoma le gustaba pasar las noches en silencio y sola en su observatorio de la azotea. Hablaron a distancia. “Hay sonámbulos entre nosotros que creen estar exentos de la Visitación”, dijo la astrónoma. “¿Quiénes son esos sonámbulos?”. “No son los que duermen sino los que no tardarán en estar despiertos”. “¿Te molestan?”, preguntó la viajera. “Al contrario”, dijo la astrónoma. “Recuerda, todos hemos sido sonámbulos antes de dejar de serlo”. Hacía calor aquel día, más del habitual. Los olmos empezaban a tener hojas, y los magnolios a florecer. “Quieres decir que es cuestión de tiempo”, dijo la viajera. “Sólo el tiempo dirá. Pero sí, así es”, dijo la astrónoma. La brisa llegó cargada del canto de los pájaros, y el rosa de la flor del magnolio. El pelo afro de la astrónoma era blanco. “¿Puedo preguntarte algo que siempre he querido saber?”, dijo la viajera. “Quieres saber si temo a la Muerte”, dijo la astrónoma. “Sí”, dijo la viajera. “No, no temo a la Muerte”, dijo la astrónoma. “¿Puedo preguntarte otra cosa?”, dijo la viajera, y se detuvo un momento, a la espera de que la astrónoma adivinase también de qué se trataba, pero no lo hizo, tan solo esperó. “He oído hablar de universos paralelos y mundos paralelos. Desde tu punto de vista, como mujer de ciencia, ¿crees que hay otra Reggiana en algún otro lugar, ahí fuera? Una Reggiana que es como esta en todos los sentidos, incluidos estos magnolios, incluido ese llameante arce rojo y esta tarde y el canto de los pájaros y nosotras dos y esta conversación, una Reggiana que solo se diferencia de esta en una cosa: que en esa otra Reggiana la Visitación ya se ha acabado”. La astrónoma dijo: “La idea de un mundo alternativo se basa en un principio matemático, no en la física observacional. Dada la cantidad limitada de formas en que la materia podría organizarse en un multiverso infinito, las coincidencias son un hecho, y las coincidencias cercanas son igualmente un hecho”. “¿Podría existir entonces una Reggiana sin el dolor de la Visitación?”. “Sí, debería. ¿Te consuela saberlo?”, dijo la astrónoma. El viento agitó las ramas de los árboles. El canto de los pájaros bajó una octava. “Madre”, dijo la viajera. Era de noche, la astrónoma se había ido. “Has viajado mucho; llevas demasiado tiempo lejos”, dijo la astrónoma.
No mucho después de aquello, la viajera decidió volver a casa. La mañana del día en el que había decidido hacerlo, recibió una noticia horrible. Era temprano por la mañana, y como buena ciudadana de Reggiana, antes de hacer otra cosa, leía los obituarios. Encontró algo que le detuvo el corazón en el pecho: el joven astrólogo había muerto. Reggiana en el mar, Reggiana en un lago, Reggiana en un río. Esa tarde, llena de dolor y dudas, la viajera se dirigió al aeropuerto. Y descubrió que no había aeropuerto, que el aeropuerto había sido desmantelado cuidadosamente, cada elemento amontonado según su tipo, desde las enormes vigas hasta las láminas de vidrio y los tornillos más pequeños. Cuando regresó a la ciudad, conducida por un carretero enmascarado, lo hizo con el alivio de quien vuelve a casa.
Los minutos en Reggiana se alargaban como lo hacían las grandes catedrales, y pasaban semanas en el tiempo que una libélula emplea en desplegar sus alas. “Ayer”, diría alguien, y para otro sería “el mes pasado”. Se producía un pequeño pero notable retraso entre el que hablaba y el que entendía lo que se había dicho. El tiempo no tiene ningún sentido aquí, se dijo la viajera. No había forma de entender cómo, en una ciudad tan joven, había lápidas tan viejas. O tal vez era que aquello era lo que pasaba cuando el tiempo cobraba verdadero sentido, y su velocidad disminuía cuando no era necesario que corriera, y aceleraba cuando se tenía un propósito. Los estadios vacíos, los bazares y las piscinas no sabían nada del paso del tiempo, pero los hospitales estaban llenos, y en ellos, el tiempo iba más rápido de lo que los humanos podían soportar.
Los ciudadanos sanos, para evitar ser consumidos por la tristeza y la preocupación, seguían quedándose en casa y disfrutaban de juegos de estrategia y rompecabezas. Pasaban horas jugando al ayo, el ajedrez, el go y el mahjong. En las tardes templadas, si no cuidaban a los enfermos o se dejaban batir por un duelo reciente, observaban el teatro de sombras que transmitía a cada hogar un complejo sistema de espejos. Las historias contadas en el teatro de sombras, sobre las costumbres y creencias de su antiguo país, siempre eran distintas, pero a diferencia de las nuevas historias de Reggiana, conservaban aquello que las hacía distintas, no se desvanecían sin más.
Murieron veinte, un centenar, mil, 10.000, en esa ciudad de dolor sobre la cual, como un paño negro, se había arrojado la tristeza. Innumerables eran los condenados al hambre y a la pobreza
La viajera escribió y escribió, como si quisiera atrapar el tiempo y atarlo, con sus frases, a un paquete. Una mañana, se anunció que la Visitación había reclamado al más destacado cirujano de la ciudad. Al día siguiente, siete carreteros habían muerto. Murieron veinte, un centenar, mil, 10.000, en esa ciudad de dolor sobre la cual, como un paño negro, se había arrojado la tristeza. Innumerables eran los que habían sido condenados al hambre, y a la pobreza. En su escritorio, la viajera sofocó una tos seca. Sacó punta a su lápiz y escribió: “En el futuro, dejaremos Reggiana y volveremos a ser refugiados otra vez. No todos, solo aquellos que sobrevivan. No reconstruirán el aeropuerto, pero se abrirán las carreteras. La gente se irá, y la ciudad, abandonada, caerá en la ruina tan rápido como floreció. Algún día, Reggiana, no será más que un recuerdo. En nuestra nueva ciudad utilizaremos todo lo que aprendimos en esta. En vez de la Visitación, tendremos algo que no será la Visitación”. Hizo una pausa. ¿Cómo sonaba un clarinete? No podía fiarse de su oído. “Pero esa futura Reggiana ya existe, en el futuro en el que todo esto ya es pasado. Las dos Reggianas conviven, una dentro de la otra, dos almas en un cuerpo”. Aspiró con profundidad el aire que entraba por la ventana. No olía a nada. El lápiz era tan pequeño que parecía estar a punto de desaparecer, y sus manos estaban manchadas de grafito. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
Despertó llorando, en mitad de la noche. Le dolía todo el cuerpo, le ardía la garganta. Lo vio con la claridad que solo la oscuridad permite. El escudo de la ciudad, sin importar lo que pareciera ser cuando se lo miraba directamente, nunca cambiaba cuando lo miraba de soslayo o lo recordaba. Era siempre la misma cosa, una corona de radiantes radios, una ciudad circular vista desde el aire.
Traducción de Laura Fernández.
Teju Cole es escritor nigeriano-estadounidense, autor de los libros Ciudad abierta, Cada día es del ladrón y Cosas conocidas y extrañas, todos ellos publicados por Acantilado.
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