La “embajada poética” que Franco mandó a Latinoamérica
En diciembre de 1949, el régimen envió a cuatro poetas españoles a distintos países americanos en calidad de emisarios. Siete décadas después, el biógrafo estadounidense de la familia Panero recuerda ese turbulento capítulo
En diciembre de 1949, el régimen de Franco envió a cuatro poetas españoles a Latinoamérica en calidad de emisarios de lo que denominó "la embajada poética". Su mandato consistía en compartir su obra, fruto literario del nacionalcatolicismo español, con sus hermanos de habla española de la otra orilla del Atlántico. Mientras que los cuatro escritores entendían su viaje como una misión diplomática de buena voluntad, un apretón de manos a través del océano, los numerosos detractores con los que iban a encontrarse a lo largo de cuatro azarosos meses en ultramar no veían en él más que la agresiva propaganda política de una dictadura extranjera. Igual que un poema, el éxito del viaje estuvo abierto a interpretación. Un poeta que en el último momento declinó participar en la gira la calificó luego de "rotundo fracaso". En cambio, el régimen la presentó como una victoria a pesar de que acabó abruptamente a causa de un asesinato político. Pero fue otro asesinato, perpetrado hacía más de una década en circunstancias radicalmente diferentes, el que definió el periplo: el del poeta Federico García Lorca.
Aunque los cuatro escritores provenían del victorioso bando "nacional" de la Guerra Civil española, políticamente no eran monolíticos. De hecho, constituían un buen reflejo de la variopinta coalición de derechas que se había unido para derrotar a la Segunda República, un totum revolutum que incluía de todo, desde fascistas recalcitrantes hasta tradicionalistas católicos, pasando por acaudalados miembros de la nobleza. El integrante de más edad de la "embajada" era el conde Agustín de Foxá, un aristocrático vividor de 43 años autor de la novela Madrid, de corte a checa, en la que narraba cómo un joven se pasó de la derecha a la izquierda durante la guerra. Foxá, que pertenecía al cuerpo diplomático y estaba destinado en Argentina, era también el ingenio mordaz de su generación, conocido por su famoso lema: “Soy conde, soy gordo, fumo puros, ¿cómo no voy a ser de derechas?”.
Foxá, que pertenecía al cuerpo diplomático, era el ingenio mordaz de su generación, conocido por su famoso lema: “Soy conde, soy gordo, fumo puros, ¿cómo no voy a ser de derechas?”
El conservadurismo autocomplaciente y privilegiado del aristócrata contrastaba con la seriedad del fascismo de Antonio Zubiaurre. El poeta y editor riojano tenía 33 años y había luchado en Rusia al lado de los nazis durante la Segunda Guerra Mundial alistado en la División Azul, la unidad de soldados voluntarios enviados por Franco a combatir a Stalin. El tercero del grupo era Leopoldo Panero, de 40 años. Antes del estallido de la guerra, Panero había sido poeta comunista amigo de autores tan inequívocamente izquierdistas como Pablo Neruda y Miguel Hernández. Tras ser hecho prisionero y escapar por poco de ser ejecutado por los sublevados, se alistó como soldado en el Ejército de Franco para sobrevivir y acabó seducido por la mística de la Falange. Cuando se empezó a proyectar el viaje a Latinoamérica acababa de publicar su primer libro de poesía, un canto elemental a los valores españoles tradicionales como Dios y la familia.
Por último, estaba Luis Rosales, el mejor amigo de Panero desde principios de la década de 1930, al que la guerra también había cambiado la vida. Rosales procedía de una familia conservadora, y desde el primer momento se había puesto del lado de los sublevados. No obstante, y a pesar de sus diferencias políticas, Federico García Lorca había sido su mentor en la poesía y su amigo desde mucho antes de que empezase la guerra. Los dos eran de Granada, y cuando en agosto de 1936 empezó a correr por la ciudad el rumor de que algunos granadinos partidarios de la rebelión la tenían tomada con Lorca, la familia Rosales le dio refugio. El secreto no tardó en divulgarse ‒se dice que uno de los hermanos de Rosales informó a los participantes en la rebelión local‒ y llegó a oídos de quien no tenía que llegar, el vengativo aspirante a político Ramón Ruiz Alonso. El rebelde tenía la esperanza de que, eliminando a Lorca, se elevaría a sí mismo a un escalafón superior de la Falange. Con un cuerpo de casi 100 soldados rodeó la casa de los Rosales y exigió que Lorca abandonase su escondite. El poeta fue arrastrado a la cárcel y desapareció.
Luis Rosales protestó en el cuartel general de Granada, causando una conmoción que estuvo a punto de hacer que peligrase su vida. Fue enviado al norte hasta que la guerra terminó, y allí editó una revista literaria fascista y supervisó otros medios de propaganda literaria. La muerte de Lorca dejó una huella indeleble en él, como iba a dejarla en sus tres compañeros poetas en su viaje a Latinoamérica.
De todas maneras, antes que nada, había que salir de España, lo cual era más fácil de decir que de hacer.
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La mañana del 6 de diciembre de 1949, el carguero Habana de la Compañía Transatlántica se preparaba para cruzar el Atlántico. Pero había un problema. El barco tenía que zarpar a mediodía y Leopoldo Panero no aparecía por ninguna parte.
Tras emprender viaje unos días antes desde Tarragona, el Habana había atracado en el puerto de Cádiz, en la costa meridional de España. Aprovechando la escala, Panero y Rosales se habían reunido con un grupo de viejos amigos y habían montado una francachela de proporciones épicas en la cercana ciudad de Jerez, emborrachándose desde la comida de un día hasta la mañana del siguiente. En la excursión los acompañó José Caballero Bonald, un joven de 23 años de la zona, aspirante a poeta, que el día anterior había experimentado una sensación de pasmo privilegiado cuando lo invitaron a unirse al grupo. Al día siguiente, con el carguero amenazando con soltar amarras y dejar a Panero en tierra, Caballero participaba en la batida de búsqueda. Cincuenta años después recordaba en sus memorias aquellos momentos críticos y su desenlace:
“Después de infructuosas pesquisas, se llegó a la conclusión de que posiblemente se habría quedado atascado en un prostíbulo donde recalamos a altas horas de la noche. Y allí estaba, en efecto, no en ninguna cama ni en ningún presumible estado de embriaguez, sino entregado al minucioso deleite de un baño. La cosa tenía sus ribetes burlescos. Sumergido en una pila de lavar, con el agua hasta la cintura, Panero permanecía como en éxtasis mientras dos pupilas de la casa lo enjabonaban con juiciosa aplicación. Cuando nos vio irrumpir en ese burdel —que gozaba, como no era raro entonces, de cierto confortable simulacro doméstico— montó en cólera y se negó a abandonar aquel sitio donde tan ricamente se solazaba”.
Por fin, Rosales convenció a Panero de que se vistiese, y se dirigieron a toda prisa al puerto, donde la tripulación se preparaba para retirar la pasarela. Caballero Bonald, que no tuvo oportunidad de despedirse, vio marchar a los dos hombres desencantado por lo que había presenciado. “Mi ingenuidad se resistía a admitir que aquellos dos afamados poetas fuesen de consuno unos simples mortales enredados en el más común de los zascandileos”.
El Habana zarpó rumbo a su puerto homónimo en Cuba, al otro lado del océano.
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El viaje tuvo lugar gracias al exjefe de Panero y Zubiaurre en una fundación franquista, que en esos momentos ejercía de embajador español en Perú. El diplomático había convencido a la Dirección General de Relaciones Culturales de Madrid de que desembolsase el dinero para la gira, que tenía que durar tres meses e incluir paradas en más de 10 países latinoamericanos. Lo que nadie imaginaba entonces era el frágil y singular punto de inflexión de la historia al que la travesía iba a llevar a los cuatro españoles.
Sabían mejor que nadie lo trágica que había sido la Guerra Civil, pero tenían la esperanza de curar las heridas a través de la literatura. Sobre todo, Panero y Rosales, que no eran tanto franquistas fanáticos como oportunistas
La Guerra Civil española había sido un acontecimiento emotivo y amargamente polarizador no solo para la población del país, sino para hombres y mujeres de todo el mundo, además del conflicto de la historia contemporánea más recreado en la literatura. Como dice Pablo Neruda en sus memorias, “no ha habido en la historia intelectual una esencia tan fértil para los poetas como la guerra española”. Ernest Hemingway publicó Por quién doblan las campanas, y W.H. Auden compuso España, por citar solo dos obras de autores no españoles que hicieron que el conflicto arraigase en la imaginación mundial. Mientras tanto, los escritores españoles que lograron sobrevivir a la guerra y la posguerra ‒junto a la de Lorca, el conflicto se había cobrado las vidas de los legendarios poetas Miguel Hernández y Antonio Machado‒ huyeron al exilio, yendo a parar en su mayoría a Latinoamérica. Aunque la guerra había acabado hacía más de una década, en el continente el recuerdo de sus míticas historias y del casi medio millón de vidas perdidas seguía grabado con fuerza, sobre todo entre los Gobiernos de izquierdas. A pesar de ello, desde el punto de vista geopolítico, su legado y el de la Segunda Guerra Mundial estaban dejando paso a las nuevas reglas de la incipiente Guerra Fría. Las democracias del mundo ya no definían su lugar en contraposición al fascismo, sino al comunismo. Con todo, muchos gobiernos comunistas seguían obsesionados con enemigos como la dictadura de Franco, ya que todavía faltaban unos cuantos años para que llegase el intervencionismo opresor de Estados Unidos en Latinoamérica.
Los cuatro desventurados poetas españoles se encontraron en el punto de mira de esta transición. Sabían mejor que nadie en el extranjero lo trágica que había sido la Guerra Civil de su país ‒todos habían perdido personas queridas en ambos bandos‒, pero tenían la esperanza de curar las heridas del pasado a través de la literatura. Así ocurría especialmente con Panero y Rosales, que no eran tanto franquistas fanáticos como supervivientes oportunistas. Como escribió Panero, admirador desde tiempo atrás de la poesía latinoamericana, “ibamos encendidos de pureza, como el novio que coge, por primera vez, la mano de su novia”. Los cuatro poetas no estaban preparados para lo que les esperaba.
El 16 de diciembre, el Habana arribaba al Nuevo Mundo en Hoboken, Nueva Jersey. Sus ocupantes estaban al mismo tiempo lejos de España y dolorosamente cercanos a ella, en particular Rosales. Después de la Guerra Civil, la familia Lorca había emigrado a Nueva York, donde los padres del poeta, su hermano, su hermana y sus respectivas familias se habían labrado una nueva vida. Aunque los Rosales y los Lorca habían sido amigos en Granada, ahora el pasado los dividía. Mientras caminaban por el puerto de Hoboken, los poetas sabían lo cerca que estaba la familia Lorca, pero no fueron a visitarla (todavía).
Los embajadores poéticos llegaron a La Habana justo antes de Navidad y bajaron al muelle. La prensa de izquierdas se deshizo en coloristas insultos para darles la bienvenida: “apócrifos poetastros", "escribas de Falange", "amanuenses amaestrados de la propaganda franquista.” Al mismo tiempo, un puñado de destacados escritores cubanos salió en su defensa, entre ellos Dulce María Loynaz.
En los albores de la década de 1950, Cuba oscilaba entre la derecha y la izquierda. La Unión Soviética había abierto una embajada en el país en 1943, mientras que las empresas de propiedad estadounidense hacían grandes inversiones en la pequeña pero lucrativa isla caribeña. Mientras tanto, los personajes que iban a desencadenar la revolución cubana una década después empezaban a converger. En 1948, Fidel Castro, que entonces tenía 21 años, había estado en Bogotá (Colombia) cuando el candidato del Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán, fue asesinado, a raíz de lo cual estallaron disturbios en los que participó el revolucionario. Ese mismo año, los cubanos eligieron presidente a Carlos Príos Sacarrás, el hombre al que el dictador Fulgencio Batista derrocaría cuatro años después. Batista gobernó el país hasta que, a su vez, Fidel Castro lo derrocó a él.
El día de Navidad, los cuatro poetas ofrecieron su primer recital en una organización ciudadana de La Habana, envueltos no precisamente en la cordialidad propia de esas fiestas. Sus versos fueron acogidos con los silbidos hostiles del público seguidos por el lanzamiento de huevos. Panero esquivó por poco los que llegaban volando en dirección a él para ver cómo se estrellaban contra los embajadores español y haitiano que estaban a su lado. Foxá escribió a su madre sobre el incidente: “Los comunistas intentaron interrumpirlo […] pero fueron detenidos y abofeteados, principalmente por los curas y frailes españoles, que se portaron heroicamente.” Los reventadores del acto protestaban contra los escritores de una dictadura fascista que habían llegado a su isla a compartir su obra, pero su objetivo era una persona en concreto: el poeta Luis Rosales.
Por toda Latinoamérica corrían numerosos rumores según los cuales Rosales, más que intentar salvar a Lorca, había sido el Bruto del César granadino. Como informaba un periódico cubano anticipando la llegada de los escritores españoles mientras estos cruzaban el Atlántico, “Luis Rosales, el cabecilla de la misión, fue el traidor que consiguió engañar la buena fe de García Lorca para que se ocultara en su residencia de Granada, de donde lo sacó a los pocos días para entregarlo al pelotón de la Guardia Civil que asesinó por la espalda al gran poeta español”. Según el hijo de Rosales ‒también llamado Luis‒, a la vista de las agresiones escritas y aéreas, el poeta envió un mensaje a Federico García Rodríguez, padre de Lorca, a través de la embajada española, pidiéndole que escribiese una carta dando fe de su inocencia en la muerte de su hijo. Se dice que el padre accedió, pero tras entregar la carta a la prensa cubana, Rosales se dio cuenta de que debería haber pedido una casi para cada uno de los países que visitó.
A pesar de los contratiempos que deslucieron su primera aparición pública, los poetas triunfaron en otros escenarios de la isla más receptivos. Antes de finales de diciembre, su plan de viaje los obligó a seguir camino. El grupo se dividió en dos para cubrir más terreno. Zubiaurre y Foxá se dirigieron a la República Dominicana, mientras que Panero y Rosales se trasladaban a Puerto Rico, a donde llegaron en 1950. El día de Año Nuevo, Panero escribió una carta a la mujer de Rosales, que estaba en España, en la que le decía: “No tengas miedo”. Con ello no le estaba ofreciendo solo un consuelo gratuito. Puerto Rico se mostró más hospitalario que Cuba, al igual que su siguiente parada, la República Dominicana, donde los cuatro poetas se reunieron y recitaron para grandes públicos. Estando en el país tuvieron un encuentro con Cipriano Rivas Cherif, un dramaturgo español que, después de ejercer como diplomático de la República, pasó años recluido en las cárceles de Franco tras librarse en el último momento de una sentencia de muerte. En el pasado, la guerra los había convertido en enemigos, pero eso no impidió el encuentro, un matiz de la herencia de la guerra civil que los manifestantes contra los cuatro poetas probablemente no entendieron. Tanto los exiliados como quienes se quedaron en España habían sufrido grandes pérdidas, pero muchos seguían sintiendo afecto o, como mínimo, conservaban una actitud receptiva hacia personas que habían acabado en el bando contrario. En esos momentos era como si un lazo familiar procedente del paraíso perdido de los años anteriores a la guerra trascendiese las divisiones, haciendo posible que quienes fueron enemigos volviesen a comportarse fugazmente como amigos. Estos encuentros nostálgicos, sin embargo, fueron breves. Desde el Caribe, los poetas siguieron viaje rumbo a Venezuela.
Al igual que Cuba, Venezuela resultó ser un destino complicado. El año anterior, un golpe militar había puesto fin a tres años de democracia e instaurado una dictadura. No obstante, en el país quedó un movimiento disidente, y la segunda semana de enero los activistas se presentaron en el recital de los poetas en Caracas. Los españoles sabían que iba a haber manifestantes, pero les aseguraron que todo estaría bajo control. No fue así. Nada más empezar el acto, alguien cortó el suministro eléctrico del edificio. En la oscuridad, una rociada de huevos y tomates caía alrededor de los bardos. Sonaron disparos, y los poetas abandonaron el escenario precipitadamente. Igual que en Cuba, el principal objetivo era Rosales, el cual, como recordaría más tarde Zubiarre, “se sentía […] íntimamente herido”. Tras escapar de la refriega, Foxá intentó restar importancia al cuasidisturbio con su acostumbrada guasa sardónica: "Vamos a tener que ir con una pancarta diciendo: Los asesinos de García Lorca saludaban a la afición".
En Colombia, por otra parte, el panorama era totalmente diferente. Tras la violencia del año anterior, el presidente había aplastado a sus adversarios liberales, y los poetas eran esperados en una atmósfera entusiasta. Durante los 12 días de recitales ininterrumpidos, atrajeron a numeroso público, y la prensa calificó su gira de "éxito sin precedentes". Los "embajadores" se reunieron con más exiliados españoles, entre ellos un exministro de la República, tras lo cual se dirigieron al norte de Panamá, donde leyeron sus poemas ante un público de 2.000 personas. De allí siguieron hacia Costa Rica. En una de las salas recibieron ovaciones; en la otra, huevos. (“Tienen una marcada afición por la tortilla”, bromeaba Foxá a su madre). Luego vino Nicaragua. El país estaba gobernado por la familia Somoza, y allí donde fueron, los trataron como dignatarios de visita. A pesar de su adverso arranque en Cuba, al final la "embajada poética" se había convertido en un éxito tal que la Dirección General de Madrid quiso ampliar el recorrido. José Gallostra, diplomático español, se encargó del delicado trabajo previo, preparando los visados para México, que se negaba a reconocer el régimen de Franco.
Tras regresar a La Habana, los cuatro poetas se prepararon para el viaje en avión al país centroamericano. Desde allí continuarían hasta Estados Unidos con nuevas paradas añadidas en Sudamérica. Sin embargo, el calor, el viaje y las largas jornadas empezaban a hacerles perder la paciencia. En determinado momento, Panero y Zubiarre, famosos por su irascibilidad, dejaron de dirigirse la palabra. En las fotos de la gira, los españoles aparecen ojerosos y desaseados. Entonces recibieron una terrible noticia.
El diplomático Gallostra, que estaba organizando el viaje, había sido asesinado a plena luz del día delante del edificio de su despacho en Ciudad de México. Recibió dos disparos a quemarropa en la cabeza "mientras la multitud del mediodía abarrotaba el Paseo de la Reforma", informaba The New York Times. El asesino era un exiliado español, anarquista y excombatiente de la extinta Segunda República.
El asesinato de Gallostra y la subsiguiente debacle diplomática empujaron al Gobierno español a poner sigiloso fin al viaje. En México, los cuatro poetas embarcaron discretamente en el vapor Magallanes con destino a Nueva York, su última parada antes de poner rumbo a España.
***
“Arquitectura extrahumana y ritmo furioso”, escribió Lorca refiriéndose a Nueva York, donde vivió durante un breve periodo cuando estaba en la veintena, estancia que le inspiró su famoso libro Poeta en Nueva York. “Geometría y angustia”.
Efectivamente, fue un extraño alineamiento geométrico de política y poesía lo que llevó a los poetas a Nueva York, donde organizaron un encuentro con los miembros de la familia Lorca, que seguían arrastrando una gran angustia entre los rascacielos y el ruido que llenaba la ciudad. Habían puesto un océano entre ellos y el país que les había quitado a su hijo y a otras personas queridas, pero ahora España se les aparecía en forma de tres hombres que no se habían visto obligados a marcharse como ellos: Panero, Zubiaurre y Rosales (Foxá había vuelto a su destino diplomático).
Se reunieron en un café del centro de Manhattan. Según Rosales y Zubiaurre, el encuentro fue afectuoso y cordial. Asistieron Federico padre, así como el hermano de Lorca, Francisco, y su mujer, Laura de los Ríos (de la cual, casualmente, Panero había estado enamorado en la década de 1930 sin ser correspondido). Rosales entregó al padre de Lorca varios documentos que habían pertenecido a su hijo, y este le pidió al poeta que le ayudase a resolver un asunto relacionado con una parcela de tierra de su propiedad que aún tenía en España. Sin embargo, tiempo después, la hija de Laura y Francisco, la sobrina que nunca llegó a conocer a su famoso tío poeta, oyó una versión diferente de la reunión. “Mi madre me lo contó años más tarde como un encuentro tenso y perturbador”, recordaba, “pero no dijo más”. Tal vez la incómoda ambigüedad del relato de Zubiaurre sea la que mejor refleje lo que flotaba en el ambiente mientras los españoles hablaban en la ciudad que Federico había inmortalizado, a un mundo de distancia del país donde todos ellos habían nacido: “Yo tengo la sensación muy firme de que Lorca [el padre del poeta] no consideraba a Luis [Rosales] culpable de nada”, recordaba Zubiaurre a Carmen Díaz de Alda Heikkilä, investigadora de la Universidad Complutense de Madrid. “Lo consideraba por supuesto enemigo, pero enemigo de la guerra, nada más”.
"Enemigo de la guerra, nada más". Cuesta imaginar una valoración positiva de una relación más incongruente que esta, como si la Guerra Civil española no hubiese sido una epopeya fratricida, sino más bien un desafortunado desencuentro. Parece que los poetas que se habían quedado en España querían que no fuese más que eso, aunque el fantasma del conflicto los hubiese perseguido a lo largo de todo su viaje.
Que la "embajada poética" fuera un éxito o no ya no tenía importancia. La misión había revelado la persistencia de los muertos, que no pueden ser devueltos a la vida ni siquiera a través de la palabra escrita
A principios de marzo de 1950, el Magallanes atracaba en una Galicia fría y neblinosa. La remuneración económica por los tres meses de odisea fue exigua. A fin de complementar el pago por participar en ella, Panero trajo mercancías de contrabando para vender en el estraperlo: transistores, bufandas, medias. Sin embargo, según afirmaba, su recompensa espiritual fue mayor: “!Cuánto me alegro de haber realizado aquel viaje: precisamente aquel y no otro!”, escribió después. “[…] A través del dolor, con todo tan difícil, tan españolamente difícil, tan cara a cara de la verdad!”. Una verdad que se ofrecería como explicación de por qué la experiencia lo inclinó aún más a la derecha a su regreso a España y lo llevó a escribir en 1953 Canto personal, un libro de poesía ferozmente fascista que era una especie de carta de odio a su antiguo amigo, el poeta comunista chileno Pablo Neruda. Ese libro reaccionario acabaría arruinando la reputación de Panero en la década siguiente, cuando la intelectualidad española, incluido Luis Rosales, empezó a distanciarse de Franco.
En cuanto a Rosales, que tanta indignación despertó en Latinoamérica, la muerte de Lorca lo atormentó el resto de su vida y pesó también sobre la de su único hijo. “Lo de Lorca sigue siendo un horror,” afirmaba este último en 2016, abatido por el hecho de que el asesinato del poeta granadino eclipsase cualquier otra cosa que su padre hubiese hecho y escrito, tal como lo hizo con los viajes ‒y las aflicciones‒ de esta misión poética hacía más de medio siglo. En la segunda mitad de su vida, Luis Rosales se entregó al proyecto de una tetralogía poética que tenía que ser la culminación de una vida dedicada al verso. Nunca terminó el cuarto volumen de la serie, Nueva York después de muerto, un viaje imaginario por la ciudad de la geometría y la angustia en compañía de Federico, su amigo muerto. El libro se inspiró en su visita de 1950 a Nueva York y en las emociones que dejó en él. Que la "embajada poética" a América hubiese sido un éxito o no ya no tenía importancia, si es que la tuvo alguna vez. La misión había revelado la persistencia de los muertos, que no pueden ser devueltos a la vida ni siquiera a través de esa poderosa creación humana que siempre ha servido de barrera contra la eternidad: la palabra escrita.
“Las personas que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir,” escribió Rosales en un libro que publicó poco antes de partir hacia Latinoamérica. Si de verdad así lo creía, él quedó sobradamente bendecido por la maldición de la muerte de Federico García Lorca.
Traducción de News Clips.
Aaron Shulman es periodista y escritor estadounidense, autor de The Age of Disenchantments: The Epic Story of Spain’s Most Notorious Literary Family and the Long Shadow of the Spanish Civil War (Ecco/HarperCollins).
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