Georgia O’Keeffe y la liberación femenina
Los museos han cerrado sus puertas, pero la contemplación del arte sigue abierta. Cada día, recordamos la historia de una obra que visitamos a distancia. Hoy: un cuadro floral de la artista estadounidense
“De todas las personas notables que he conocido en mi vida, la primera que debo mencionar es Georgia O’Keeffe”, escribe Yayoi Kusama en reconocimiento a la pintora norteamericana, quien fue su primera y más grande benefactora en sus orígenes. La artista escribió una “torpe e imprudente carta” a O’Keeffe, en 1955, en la que le pedía refugio. “Fue gracias a ella que pude ir a Estados Unidos y comenzar mi carrera artística en serio”, asegura Kusama, que no era capaz de encontrar su sitio en Nueva York. “No era ni por asomo parecido a Matsumoto de la posguerra, y la ferocidad del lugar era tal que me sumergía con frecuencia en episodios de neurosis”, cuenta Kusama. En ese momento O’Keeffe le escribe para invitarle a su casa de Nuevo México. Todavía no se conocían, pero adjuntó fotos de la casa y del jardín. “Tal vez vio algo en las obras que le mandé”, reconoce sorprendida Kusama. Sin embargo, Kusama rechazó la invitación porque quería convertirse “en una estrella” y solo podría lograrlo en Nueva York. Cuando tiempo después se conocieron lo primero que llamó su atención fueron las arrugas de su rostro: “Nunca había visto tantas. Tenían aproximadamente un centímetro de profundidad y me recordaban a las suelas de los zapatos de lona. Pero era una dama que exudaba refinamiento”, recuerda.
A la artista japonesa le llama la atención que O’Keeffe pudiera vivir tan lejos del centro donde todo sucedía y aún así mantener su fama y su estatus. “Es la prueba de la grandeza de su arte y de lo profundamente que afectó a las personas”. Georgia O’Keeffe encontró en esa naturaleza el vacío absoluto. La abstracción que no parece abstracta; la naturaleza meditada. "Cuando pienso en la muerte, solo siento que ya no podré ver este hermoso paisaje nunca más", escribió mucho antes de morir en medio de aquellas tierras rojizas de su Ghost Ranch, en Abiquiú (Nuevo México), adonde se mudó de manera permanente en 1946, tras la muerte de su marido, el fotógrafo Alfred Stieglitz. Allí se refugió y descubrió el auténtico color de la naturaleza (y que podía trabajar lo suficiente durante dos días sin que nadie la molestara) y fue allí donde terminó de construir una de las más singulares y sofisticadas propuestas del siglo XX. Y lo más importante: desarrolló sus paisajes de emergencia femenina incrustada en la grandiosidad del horizonte norteamericano. "Trabajo sobre una idea durante mucho tiempo. Es como intimar con una persona, y yo no intimo fácilmente", dijo sobre sus procesos de depuración de la pintura.
Desde 2014 es la artista más cara de la historia del mercado del arte, cuando el Museo Crystal Bridges, en Arkansas, compró el lienzo Jimson Weed/White Flower No 1 (1932) por 44,4 millones de dólares. De alguna manera, O’Keeffe culmina en la historia de la pintura una trayectoria liberadora que había inaugurado Hilma af Klint tres décadas antes que la norteamericana. Es el último eslabón de la tradición paisajista norteamericana, pero sobre todo un referente de la abstracción que permitió a las mujeres artistas inventar su propio lenguaje para expresarse –sin esperar el permiso del sistema patriarcal–, de una manera que hasta entonces era inconcebible. O’Keeffe se arropó con la nueva libertad para traducir el sentido femenino en el relato visual y crear un lenguaje propio tan sutil como rotundo; tan matizado en los colores, como robusto en las formas. Y cada vez trató de hacer sus obras más objetivas, concretas y reales, para que se defendieran por ellas mismas, como ella misma apuntó: “Los colores, líneas y formas me parecen una declaración más definitiva que las palabras”.
Visita virtual: Jimson Weed/White Flower No 1 (1932), de Georgia O’Keeffe, conservado en el Museo Crystal Bridges, en Arkansas (Estados Unidos).
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