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Sección de viajes imaginarios

Visto el destino de nuestro mundo globalizado, quizá fueron más lúcidos quienes nos recuerdan los grandes descubrimientos implícitos en el deber de quedarse en casa

Ilustración de R. G. Mossa para 'Los viajes de Gulliver', de Jonathan Swift.
Ilustración de R. G. Mossa para 'Los viajes de Gulliver', de Jonathan Swift.CULTURE CLUB / GETTY IMAGES

Justo cuando se aceleraba la Revolución Industrial y el colonialismo europeo exploraba y explotaba los lugares más remotos del planeta (remotos, según para quién, desde luego), se avivó a finales del XVIII una nueva sensibilidad artística que empieza a desconfiar y sospecha que la proliferación de mapas y planos, de carreteras y canales, de aviones y satélites, facilitará el desplazamiento, pero dificultará el viaje verdadero. En ese sentido fue inaugural y profético el Viaje alrededor de mi cuarto de Xavier de Maistre. Su relato no fue sólo (y ya es mucho) un soberbio pasatiempo, sino el pionero de todo un género moderno: la literatura de viajes imaginarios. Justo esa que ahora puede servirnos de mapa y hoja de ruta del nuevo territorio.

Resultó que las promesas de aventuras enmascaraban las intenciones depredadoras de nuestro turismo de masas. Antes de los basurales y las colas en el Everest, los viajeros inmóviles y las viajeras mentales entendieron algo fundamental: no urge cambiar de sitio, sino de mirada. En un planeta exhausto y finito, la terra incognita deja de situarse lejos para regresar al punto de partida: al cuarto de al lado y la ventana de enfrente y la propia alcoba, a nuestro fuero interior sin ventilar.

Aparecen así paisajes minúsculos y tan variopintos como sus nuevos topógrafos. Con toda España confinada en casa y espiando de noche la tos del vecino por el patio de luces, viene al caso el más hermoso cuento metafísico de Clarín, El dúo de la tos. Sus protagonistas podrían muy dignamente compartir portal y escalera con el Bartleby de Melville y el Wakefield de Hawthorne, otros dos autoconfinados ilustres que descubren mapamundis insondables en sus cuarentenas autoimpuestas. En su trama casi inmóvil, Clarín describe a un hombre y una mujer enfermos de tuberculosis, confinados en cuartos contiguos de un hotel sanatorio. Durante una noche de duermevela febril olvidan sus males y miedos e imaginan una voz consoladora y un canto de amor a dos voces (o dos toses) en el ruido de la tos del otro al otro lado de la medianera. La ilusión se desvanece a la mañana siguiente, porque, dice Clarín, “en estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos”.

Otro aprendizaje: el encierro físico y, peor, el miedo, no tienen por qué llevar a la parálisis. A veces se compensan liberando la imaginación. En el Berlín nazi, la escritora judía Léa Goldberg, escondida en su buhardilla, escribe Cartas desde un viaje imaginario (1937) como una novela a base de cartas franqueadas desde toda Europa: “Aún estoy aquí, aún no me he ido. ¿Es posible cerrar por un instante los ojos, oír el zumbido de la estufa y pensar que ése es mi tren? Las ciudades sobre las que escribo son pompas de jabón nacidas de la imaginación cuando la temperatura del alma sube a 39,9 grados”. Décimas de fiebre anímica, de alucinaciones contagiosas, pero, estas sí, benignas y curativas.

Y ahora que sólo pensamos en cadenas de contagio y medimos con regla lo que nos separa del vecino, estaría bien releer el Viaje alrededor de mi cráneo (1936) que escribió durante una convalecencia el húngaro Frigyes Karinthy. Fue él quien enunció la famosa teoría de los seis grados de separación que, por personas interpuestas, nos unen a todos los convecinos de la Tierra.

Si nos ponemos anacrónicos y artísticos, llamaremos conceptuales a estos viajes: más juguetón, entre la escritura y la performance secreta, inmóvil y camuflada, en Francia, Perec se acodaba a la mesa en la plaza Saint-Sulpice y anotaba “lo que no se anota, lo que se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, coches y nubes” en su Tentativa de agotar un lugar parisino. Él se apostaba en el velador de una de esas terrazas de bar que hoy añoramos, pero cumplía a rajatabla con la regla fundamental del viaje inmóvil: aprender a mirar de nuevo las cosas ya muy vistas. Porque con el afán de viajar lejísimos y pisar Marte habíamos dejado de prestar atención a lo más cercano (y aun, ay, a lo microscópico).

Hasta ayer mismo, Baudelaire parecía revolucionario reivindicando el derecho a irse que ahora ejercen los siniestros superricos de Silicon Valley en búnkeres e islas privadas. Pero visto el destino de nuestro mundo globalizado, más interdependiente y vulnerable que nunca, quizá fueron más lúcidos quienes siguieron la ruta de De Maistre y nos recuerdan los grandes descubrimientos implícitos en el deber de quedarse.

En casa, por ahora.

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