Erlend Loe, el escritor por el que el candidato Buttigieg quiso aprender noruego
Creador de un estilo literario muy personal basado en el humor absurdo, su novela 'Naíf. Súper' causó sensación cuando se publicó en los noventa
Erlend Loe es uno de los escritores más conocidos de Noruega, pero su popularidad se ha disparado inesperadamente en las últimas semanas por razones no estrictamente literarias. El causante es un político, Pete Buttigieg, el candidato sorpresa de las primarias del Partido Demócrata estadounidense, que se impuso sobre el favorito Bernie Sanders el pasado 3 de febrero en los caucus de Iowa, pistoletazo de salida de las votaciones. Fue entonces cuando el nombre de Erlend Loe se propagó como nunca antes en la prensa mundial, pues uno de los muchos detalles que los periodistas que siguen su campaña incluyeron en sus informaciones fue que el aspirante era políglota y que aprendió a hablar noruego de manera autodidacta para poder leer en su idioma original las novelas de Erlend Loe.
Según ha contado él mismo, Buttigieg quedó enganchado a este autor tras caer en sus manos cuando estudiaba en Harvard hace un par de décadas su novela más popular, Naíf. Súper, un best seller en Noruega, publicada originalmente en 1996 y traducida después a 19 idiomas. Al candidato le gustó tanto que quiso leer más libros de Loe, pero no encontró ningún otro traducido al inglés, así que decidió aprender noruego. Podría así disfrutar de su otro gran éxito, Doppler, escrito en 2004. Son los dos únicos traducidos por el momento al español, ambos por Cristina Gómez-Baggethun para Nórdica, el primero en 2013 y el segundo apenas hace un año en colaboración con Øyvind Fossan.
Loe, nacido en 1969 en Trondheim, en el centro de Noruega, tiene un estilo literario muy personal basado sobre todo en el humor. “Pero es un humor muy especial. Aquí [en Noruega] es muy popular y lo llamamos naivismo, por su novela Naíf. Súper y también porque puede parecer naíf, pero no lo es en absoluto. Es absurdo, irónico, desconcertante, que juega con la lógica. Eso es el naivismo”, explica su traductora Gómez-Baggethum. El autor lo ha definido así en varias entrevistas: “Es humor noruego. Un humor basado en quitarle hierro a las cosas, discreto, más oscuro y más extraño que el humor inglés”.
Los argumentos de Naíf. Súper y Doppler son un buen ejemplo. Sus protagonistas son dos hombres que entran en crisis y ponen patas arriba su vida. El de la primera es un joven universitario que deja los estudios y se instala en el piso de su hermano en Oslo, donde se dedica a recibir faxes de un amigo meteorólogo y a elaborar listas: las cosas que han sido y son importantes en su vida, lo que le gusta y le disgusta, lo que ha vivido en un día… El de la segunda es un cuarentón llamado Doppler que decide cambiar de vida después de la muerte de su padre y, tras caerse de la bicicleta, abandona su hogar en Oslo, su trabajo, a sus hijos y a su esposa embarazada para vivir una vida solitaria en el bosque a las afueras de la ciudad. Se instala en una tienda de campaña, mata un alce para comer, pero luego descubre que este tiene una cría, a la que adopta con la que empieza a hablar del estado del mundo que ha dejado atrás, del consumismo y del éxito personal.
Loe utiliza estos personajes que se automarginan de la sociedad para poner en cuestión sobre qué cimientos se asientan las vidas que se consideran normales. “Es muy irónico incluso con la manera en que sus protagonistas intentan escapar. Por ejemplo, Doppler decide descivilizarse vivir en la naturaleza, pero no puede evitar ir de vez en cuando al supermercado para comprar leche”, comenta Gómez-Baggethun. “Bajo esos argumentos que parecen ligeros se esconden un montón de preguntas existencialistas”, añade.
Dos fragmentos
Naíf. Súper
Cumplí veinticinco años. Hace algunas semanas.
Mi hermano y yo habíamos ido a comer a casa de nuestros padres. Una buena comida. Y tarta. Estuvimos charlando sobre diversas cosas. De pronto me pillé a mí mismo reprochando a mis padres que nunca me hubieran presionado para practicar deporte al máximo nivel. Aquello no tenía ni pies ni cabeza.
Dije muchas idioteces. Que a día de hoy podría haber sido un deportista de élite. Que podría haber tenido gráficas de mi estado de forma. Y dinero. Y haber viajado constantemente. Llegué a echarles la culpa de que yo no haya llegado a nada y de que mi vida sea tan aburrida y poco interesante como es.
Después les pedí disculpas.
Doppler
No exagero si digo que a mi mujer le extraña que me haya ido a vivir al bosque. Da la impresión de no entender gran cosa, pero tampoco se lo reprocho. La verdad es que no estoy seguro de que yo mismo lo entienda. Acabábamos de enterrar a mi padre y mi madre, mis hermanas y yo habíamos arreglado todos los asuntos prácticos cuando, un día, salí a dar un paseo en bicicleta. Era primavera y fue todo un placer volver a montar en bicicleta por el bosque después de un largo invierno. Aunque yo monto en bicicleta todo el año, claro. Ida y vuelta al trabajo. Soy ciclista. Ante todo, soy ciclista. No hay condiciones climatológicas que me detengan. Durante el invierno uso neumáticos con púas. Tengo casco, guantes de bicicleta, pantalones y chaquetas adecuados, ciclocomputador, faros y luces. Cubro una distancia de cuatro mil kilómetros al año sobre las ruedas de mi bicicleta y no tengo reparos a la hora de destrozar los limpiaparabrisas de los coches que no saben comportarse como es debido. Les golpeó el capó o la ventana lateral, les grito hasta desgañitarme y no me achanto cuando los conductores detienen el coche y tratan de cogerme. Discuto hasta sacarlos de sus casillas y me aferro a mis derechos de ciclista como si me fuera en ello la vida. Me desplazo con rapidez, mucho más rápido que los coches. Lo que más disfruto son los atascos de la mañana, cuando bajo por la calle Sognsveien, por ejemplo, cruzo Adamstuen y sigo por las calles Therese y Pilestredet. Siempre hay muchos coches y, a menudo, varios tranvías. El tranvía corre por medio de la calle Therese y, como casi siempre hay tráfico en sentido contrario, los coches se ven obligados a parar, mientras que yo me subo a la acera de un pequeño salto, esquivo con buen margen a la derecha a los pasajeros del tranvía y, cuatro o cinco metros más allá, regreso a la calzada, con tiempo de sobra antes de que el tranvía vuelva a arrancar.
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