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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Almudenas por doquier

No hay en este momento un libro mejor “colocado” en la mayoría de los puntos de venta que ‘La madre de Frankenstein’

Manuel Rodríguez Rivero
Raquel Taranilla, con el Premio Biblioteca Breve, el lunes pasado. 
Raquel Taranilla, con el Premio Biblioteca Breve, el lunes pasado. CARLES RIBAS

1. Premio

Lo mejor de acudir a la proclamación del Premio Biblioteca Breve es encontrarte con gente a la que no ves a menudo. A mí me suelen invitar a los premios como espectador, nunca como jurado: supongo que me lo he ganado a pulso, porque me he pasado la vida hablando de las marrullerías de la mayoría de los que convocan las editoriales privadas. Claro que, como también he explicado a menudo, no todas las martingalas son del mismo calibre, y la gama de las triquiñuelas se extiende desde el ofrecimiento claro y sin ambages del premio a un autor/a al que, en todo caso, se invita al paripé de presentarse (en algún caso, mediante negociación con su agente), o a la apertura clandestina del sobre que esconde la plica (padecí a un consejero delegado que sugería a sus editores que las abrieran al vapor) para saber si el autor/a es o no “premiable”, hasta la más o menos inocente elección del jurado (autores cercanos a la casa, etcétera), que siempre suele ser impar para evitar problemas de empate o que alguien se empecine demasiado en llevar la contraria al candidato/a de quien lo convoca.

Sin embargo, debo reconocer que, en el último lustro, se ha producido una clara mejoría: a pesar de que un premio a una obra inédita supone siempre un riesgo económico, a estas alturas casi ninguna editorial se atreve a los frangollos de antaño, cuando el nombre del ganador/a de alguno de los premios mejor dotados era conocido urbi et orbi semanas antes de que se proclamara oficialmente. La consigna de los departamentos de mercadotecnia —que mandan en los grandes grupos más que Jennifer Lopez en la Super Bowl— fue que había que represtigiar al premio para evitar la befa y desafección del lectorado, y que, una vez recuperado el lustre de la honradez, ellos ya se ocuparían del resto; como decía mi admirado Juan José Saer, “la comunicación empresarial dirigida a los medios, donde ya se está sugiriendo lo que hay que decir del producto, vuelve superflua la crítica”.

En todo caso, el Biblioteca Breve se apuntó muy pronto a la tendencia regeneradora. Este año —y tras la relativa decepción de libreros, crítica y lectores ante el intento de Elena Ramírez, una de las editoras más inteligentes que conozco, de conectar con la juventud tuitera y megustona que supuso el pasado galardón a la semidesconocida (excepto para los seguidores de su blog Relocos y recuerdos) y jovencísima Elvira Sastre—, el premio ha recaído en otra semidesconocida, aunque con más preparación y fuste: en cuanto se hizo público el nombre de Raquel Taranilla y su título, Noche y océano, los pocos que ya lo habían leído se apresuraron a aclararnos a los que no lo habíamos hecho que se trataba de un texto mucho más elaborado, que estábamos ante el mejor “Biblioteca Breve” desde la época del cazador prehistórico del logo de Seix Barral (a quien, por cierto, se le restituyó el pequeño pene en los ochenta), y blablablá.

Todo ello reforzado con la impresión de solidez y atrevimiento que dejó su autora en su primera comparecencia ante los medios. Desde el equívoco titular de La Vanguardia en su reseña del día siguiente, que entrecomillaba sin matizarla una de sus frases más citadas (“mi novela nace de la rabia contra Vila-Matas”), hasta sus declaraciones sobre la situación de los profesores y del mundo académico español (“una mierda”), todo indica que, desde el punto de vista de la imagen, esta señora profesora sabe perfectamente el suelo que pisa y cómo dirigirse a los medios. Ahora solo falta leer la novela (que, por cierto, se inicia cuando la protagonista lee la noticia del robo del cráneo de Murnau, el genio de Nosferatu; 1922).

Para que se hagan una idea —aunque sea tenue e imperfecta— de qué temáticas interesan hoy a los novelistas —tanto a los ya publicados como a los que se mueren por serlo—, pueden servir algunos datos proporcionados por Seix Barral: de los 936 manuscritos (mayoritariamente virtuales) presentados, la mayoría (175) fueron policiacos, negros o “de misterio”, seguidos de biográficos, memorialistas y autoficción (104), fantasía y ciencia-ficción (92) y romances, sentimentales o eróticos (82). De la novela histórica, el furor editorial de hace una década, queda poco rastro.

2. Datos

El título de este sillón carece de secreto: ya se habrán dado cuenta de que La madre de Frankenstein (Tusquets), quinta entrega de los Episodios de una Guerra Interminable, de Almudena Grandes, está por todas partes. En las teles —y no solo en las de Planeta—, en las radios, en los anuncios y, sobre todo, en las librerías, incluso en las más insignificantes. Mi vecina de asiento en el Ave a Barcelona leía con fruición su ejemplar recién adquirido, y las pilas de copias en las librerías ferrocarrileras de Puerta de Atocha y Sants —un baremo incontrovertible para conocer las perspectivas comerciales de los superventas— desafiaban audazmente las más elementales leyes del equilibrio.

Almudena Grandes, probablemente la novelista española más premiada, ha conseguido, como le ocurrió —mutatis mutandis— a su maestro Galdós, un lectorado casi cautivo y cómplice que se apunta con pasión a todo lo que publica y —lo que es importante desde el punto de vista sociológico— que recibe sus columnas semanales con asentimiento, digamos, preventivo. Sus editores conocen su predicamento y saben estar a la altura, por la cuenta que les trae: no hay en este momento un libro mejor “colocado” en la mayoría de los puntos de venta. No me extrañaría que, del mismo modo que Sidi (Alfaguara, Random House), de Pérez Reverte, se convirtió en el más vendido de 2019, La madre de Frankenstein, “su novela más intensa y emotiva” (paratextos editoriales), esté entre los grandes superventas de 2020.

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