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Columna
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El espíritu de la novela

Puedes estar tan ocupado siendo escritor que no te quede tiempo para escribir. En la vida literaria pero sin calma para la vida

Antonio Muñoz Molina
Erasmo de Róterdam, retratado por Holbein.
Erasmo de Róterdam, retratado por Holbein. getty

Cada verano, en cuanto dejo atrás las obligaciones más o menos agobiantes de la temporada, compruebo la distancia, creciente para mí, entre la literatura y lo que se llama la vida literaria, entre las tareas solitarias de escribir y leer y el espectáculo de la presencia pública, entre la concentración y la paciencia del hacer callando y la fatiga y la necesidad de explicar lo que se ha hecho, lo que mejor sería dejar que se explicara por sí solo. Cada verano aprendo de nuevo que al escribir y al leer, en grados distintos, disfruto tanto que llego a olvidarme de mí mismo, pero que al publicar me vuelvo nervioso, inseguro, vulnerable, suspicaz, ansioso. Escribir es una afición y un trabajo que se vuelve soluble en las tareas y las distracciones de la vida diaria, en un fluir continuo que incluye caminatas, conversaciones, ocupaciones domésticas, siestas lectoras, salidas gratas para tomar algo y no volver a casa demasiado tarde. Publicar es exhibirse. El libro es un producto frágil que requiere un grado inevitable de apoyo, casi de militancia. Uno es consciente, cuando publica un libro, de que ha de hacer un esfuerzo para ayudar a su difusión, en una época en que la cultura lectora no cuenta con el apoyo de los poderes públicos, y en la que los medios, también sumidos en la tribulación, se inclinan a celebrar sobre todo lo que les parece que lleva el sello de la moda o lo que ya es tan celebrado que no tendría ninguna necesidad de serlo más aún. De modo que el autor se siente en la obligación de hacer de publicista de sí mismo y viajante de su minoritaria mercancía, y de dar todo tipo de explicaciones sobre ella, aquí y allá, delante del público o en una entrevista, y ahora además en el espacio histriónico de las redes sociales.

Yo nunca sé en qué medida o cuántas veces se puede explicar algo sin abaratarlo, sin quitarle esa veladura de misterio que es el mayor atractivo de un libro cuando uno lo tiene por primera vez entre las manos, cuando lo abre y empieza a leerlo. Hay una soledad sin la cual el libro no podría ser escrito, y para leerlo haría falta otra soledad equivalente: que el libro llegue al lector tan inopinadamente como fue llegando a quien lo escribía. Es como la necesidad de una mesa despejada, de una habitación limpia y desnuda con una ventana. En el interior del libro habrán de oírse los ruidos y las voces del mundo, pero el momento de escribir requiere un silencio absoluto, no más riguroso que el que pide la lectura verdadera. Eso no quiere decir que uno ha de retirarse a una casa en un acantilado, encerrarse en una habitación insonorizada. La primera capa decisiva de silencio la genera, como un campo magnético, el acto mismo de escribir o leer. Esas lectoras —casi siempre lo son— que uno ve a veces en el metro tienen el mismo aire de sosegada concentración que Erasmo de Róterdam en el retrato que le hizo Holbein.

Esas lectoras —casi siempre lo son— que uno ve a veces en el metro tienen el mismo aire de sosegada concentración que Erasmo de Róterdam en el retrato que le hizo Holbein

La literatura es soledad, o conversación muy privada. La vida literaria es compañía y tumulto. El escritor en su trabajo está tan gustosamente solo como el lector en su deleite. En la vida literaria se convierte en actor, y peor aún, en miembro de una cofradía, de una pandilla, de un grupo. A Simone Weil, tan apasionada defensora de la igualdad y la justicia, le provocaba rechazo cualquier frase que empezara por la primera persona del plural. Cuando alguien habla delante de mí en primera persona del plural siento instintivamente el deseo de ponerme a salvo o de quedarme fuera. Y no hay primera persona del plural que me despierte más incomodidad y extrañeza que la que empieza con “los escritores”, y hasta con “todos los escritores”: “todos los escritores fuimos embusteros de niños”, por ejemplo; los escritores somos esto, o lo otro. Yo no soy quién para hablar o escribir en nombre de nadie.

Siempre he huido de las pertenencias colectivas, más todavía cuando se exhiben en público. Desconfío de la facilidad con la que puede caer en la prepotencia quien se ve a sí mismo en una tarima delante de una sala llena de gente favorable: la tentación de la ocurrencia, el chiste seguro que ya ha funcionado otras veces, las competiciones de ingenio y de presunta agudeza con los colegas de mesa redonda, la calderilla de las anécdotas y las citas espurias. Mucho antes de lo que parece, el halago y el hábito de la exposición pública lo convierte a uno en algo peor que un personaje o un impostor: en un farsante. Uno puede estar tan ocupado siendo escritor que no le quede tiempo para escribir; tan sumergido en la vida literaria que no le queda calma suficiente para fijarse en la vida.

Son divagaciones de verano. Para mí hay veranos de escribir y veranos de leer y de curarme la fatiga de haber escrito pero sobre todo la angustia y la incertidumbre de haber publicado. En los veranos de leer me embarco en novelas de larga travesía y recupero sin ninguna dificultad un fervor por la literatura que tiene algo de inocencia, como si estuviera descubriéndola en su gloriosa variedad y amplitud, como si tuviera toda una vida de lecturas por delante. En el tiempo dilatado de los veranos caben igual los regresos que los nuevos hallazgos. La literatura es el libro que tengo entre las manos y el cine en colores lujosos de mi imaginación que por fortuna los años no han debilitado. Este verano vuelvo a Cervantes, que lleva acompañándome toda mi vida de lector, y leo por primera vez a Machado de Assis, dos novelas prodigiosas, una tras otra, Dom Casmurro y Memórias póstumas de Brás Cubas. Tal vez no hay novela que yo conozca mejor que Don Quijote, y sin embargo siempre estoy encontrando en ellas sutilezas, ironías y profundidades nuevas. Nunca había leído a Machado de Assis, que tiene una audacia y una desenvoltura cervantinas en la invención de sus historias. Pero lo que reconozco en él, desde las primeras páginas, es el espíritu singular de la novela, su vocación de indagar en los actos y en las conciencias de los seres humanos, su generosa ambición abarcadora, su desolación y su humorismo. No nos importaría tanto la literatura si no aprendiéramos en ella tantas cosas que de otro modo no podríamos saber. Es eso lo que le exigimos. Todo lo demás que hay a su alrededor carece de importancia.

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