Sentimentalismo y megalomanía
Franco Zeffirelli representa la época de las supreproducciones y de los cantantes carismáticos
La dramaturgia del difunto Franco Zeffirelli puede resultarnos hoy un tanto anacrónica y convencional, pero sus montajes representan una época de la ópera. No ya provista del recurso que le proporcionaron las grandes personalidades -Plácido Domingo fue su fetiche-, sino concebida en el trabajo de actores, el realismo y el sentimentalismo, unas veces predisponiendo el costumbrismo o el tremendismo -Pagliacci, Cavalleria Rusticana-, otras exagerando la megalomanía y el edulcoramiento.
Sucede respectivamente en sus versiones cinematográficas de Otello o de La Traviata, expuestas a las veladuras de una estética efectista que caracterizaba sus montajes teatrales más señeros. El impacto de la escenografía explica el clamor del público neoyorquino cada vez que el telón despejaba el segundo acto de La bohème. Nos trasladaba Zeffirelli al barrio latino de París en una suerte de reconstrucciones literales cuya minuciosidad y grandilocuencia dejaban estupefacto al graderío.
El cineasta italiano trasladó a la ópera el concepto de las superproducciones. Muy caras, como Turandot, porque requerían un enorme desembolso de atrezzo, vestuario y logística, pero muy rentables al mismo tiempo porque los clásicos de Zeffierelli permanecían -y permanecen- durante décadas en el repertorio de los grandes teatros. Aseguraban el éxito en la taquilla. Y resistieron cuanto pudieron a la ruptura de la vanguardia a finales del siglo XX. Se quedaba desubicado el realizador. Pero conservaba la adhesión de la ópera a la antigua usanza. Y se prodigaba en excentricidades presupuestarias consciente del sensacionalismo.
Franco Zeffirelli acostumbraba a utilizar elefantes y caballos en el escenario hiperbólico de la Arena de Verona, naturalmente para conceder exotismo y espectacularidad a su versión de Aida, aunque fue también “autor” de una versión mucho más intimista de la ópera de Verdi. La concibió con motivo del centenario de la muerte del compositor en 2001. Y se atuvo a las limitaciones espaciales y conceptuales de un teatro de 300 localidades en Busseto.
Demostraba así Zeffirelli un escrupuloso trabajo de actores y una derivada de su trayectoria menos efectista. También le sucedía en el cine. Puede que su película más sensible y “modesta” sea a la vez una de las mejores: Un té con Mussolini (1999), trasunto de la inquietud de las familias británicas que residen en el paraíso de la Toscana cuando sobreviene la llegada del Duce.
Hizo Zeffirelli años después una película bastante fallida sobre Maria Callas (2002) en la que aprovecha él mismo para reencarnarse en Jeremy Irons.Había conocido Zeffirelli a la Callas. Había sido confidente y confesor. Y la había tenido a sus órdenes en 1964, cuando los reunió en el Covent Garden un memorable montaje de Tosca. Hasta 27 veces tuvo que saludar la diva en escena. Y corresponder el delirio de Vissi d’arte, cuya música y letra representan la elegía de los mejores artistas. Zeffirelli entre ellos, entre los límites de la sensibilidad y de la sensiblería.
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