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TRIBUNA LIBRE
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Baroja & Company

Proclamarse barojiano casi siempre comporta el desvelamiento o la confesión de alguna contradicción vital latente

José-Carlos Mainer
El escritor Pío Baroja.
El escritor Pío Baroja.

Pío Baroja debe mucho más a sus lectores que a sus críticos. Tengo la impresión de que eso pensó el abogado pamplonés Joaquín Ciáurriz al convocar a una cofradía de barojianos más o menos confesos para que cada uno escribiera un texto bajo la rúbrica “Baroja & yo”, hasta constituir los veintiséis tomitos —no llega cada uno a las cien páginas en octavo— que en junio culminará esta serie de Ipso Ediciones, titulada Baroja & Yo. Será ya entonces un “Baroja and Company”… Y la cerrará un tomo de Carmen Caro-Baroja, El grito del capitán Chimista, por lo que aquella invocación del viejo navegante, “Éclair!, éclair! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Hurra!”, podría ser la consigna secreta de la expedición.

A Baroja lo han leído siempre gentes poco convencionales: solitarios, rebeldes, estudiantes, burgueses pesimistas u obreros disconformes… No es difícil hallar un denominador común a la hora de proclamarse barojiano: casi siempre comporta el desvelamiento o la confesión de alguna contradicción vital latente. Y esto se percibe en algún título de la serie: Soledad Puértolas —que hizo su tesis doctoral sobre Baroja— ha rotulado su libro Lúcida melancolía y Luis Antonio de Villena, Un anarquista de derechas… Raúl Guerra Garrido (Un morroi chino con un higo en la coleta) ha proclamado “la emocionada relación de lector que mantuve con sus novelas”, y le asombra que “con tan desaliñado estilo consiguió obras deslumbrantes”. Juan Pedro Quiñonero (El niño, las sirenas y el tesoro) leyó de niño El escuadrón del brigante y creyó saber entonces que “guerrear, robar, dedicarse a la rapiña y al pillaje, preparar emboscadas y sorpresas, tomar un pueblo, saquearlo, no es seguramente una operación muy moral, pero sí muy divertida”. Otros —como Jon Juaristi al leer la trilogía de El mar— descubrieron Los pequeños mundos donde habitar. Bernardo Atxaga entendió que “acomplejados y entristecidos como estábamos” en el largo decenio de los cincuenta, “Zalacaín, Leconchandegui, Elizabide y demás protagonistas de la novela” eran “personajes luminosos, adánicos, poco convencionales”. A Mariano Zabia (La sensación de lo ético) le impresionó, sin embargo, una frase de las memorias (“Yo no tengo la costumbre de mentir”), pero a Iñaki Ezkerra (La voz de la intemperie) le llamó la atención que “Baroja a las mujeres las deja ser”: una lección para los recalcitrantes fiscales de la misoginia barojiana… Asunción Rivas confirma su inexistencia en su libro Mujeres barojianas. Y Justo Serna (El lector impenitente) ha advertido, leyendo al escritor, que “la novela no reforma ni redime, no rehace lo que es falso o inauténtico. Pero la lectura, la cultura audaz y la ficción exigente pueden enderezar lo que los mentirosos tapan o agigantan”.

Ninguno ha obedecido una recomendación en un manual de historia literaria o lo ha leído por sugestión de un dómine. La experiencia de leerlo está asociada a la fruición de un paisaje de infancia (Sergio del Molino, En el país del Bidasoa), o a la sensación de que “había otra vida que nos había permanecido vetada y velada” (Manuel Hidalgo, Del balneario al monasterio). Eduardo Mendoza (Por qué nos quisimos tanto) alude paladinamente a la ineficacia de los exégetas: “Leyendo sobre Baroja nunca he encontrado lo que buscaba: la clave de un estilo”. Y piensa que esta ha de ser la mezcla de “impresionismo” y “probidad”, compatibles con cierta torpeza: con todo, es “el más sintético de nuestros novelistas” y no parece flaco elogio en opinión de quien comparte la misma virtud… O como aventura Bernardo Atxaga, en su parte de Hor dago (la otra es de Joxemari Iturralde), porque “Pío Baroja sabe mirar mejor que Gautier”, lo que tampoco es parvo encomio.

Entre los contribuyentes de Baroja & Yo (que lamento no citar en su integridad) hay estudiosos del escritor que han renunciado a esa jurisdicción. Amparo Hurtado fue la editora de las memorias de Carmen Baroja y sobre el recuerdo de su descubrimiento vuelve ahora en Hermana querida, como hacen Giovanna Fiordaliso (En el mar de la ficción) para escribir sobre El laberinto de las sirenas, una de las novelas italianas del autor, y Mónica González Pereira al tratar de su teatro, en A la luz de sus candilejas. María Bueno Martínez, una profesora granadina interesada por los escritores vascos, ha recompuesto un viaje de Baroja a Granada (1924) en el que no habíamos reparado los biógrafos. Y Andrés Trapiello ha preferido copiar unas cartas del ya viejo escritor a un amigo —el diplomático Juan Terrasa, a quien conoció en París— y evocar el pergeño de aquellos años finales en una España pobretona y mezquina. De aquella España del Fanodormo (un ansiolítico que estuvo de moda en los años cuarenta) habla también Javier Goñi, que recuerda a los críticos barojianos que ejercían por entonces y que entremezcla los recuerdos de su adolescencia en Pamplona y de sus primeras lecturas del escritor.

Baroja & Yo demuestra una vez más que la literatura es contagiosa, una larga procesión de gentes que escriben porque escribieron otros y ojalá que lo sea también de más lectores que esperan su turno y están buscando aquel poema o aquel relato a cuyo arrimo quisieran encomendarse. Una vieja cadena como la que ha puesto en marcha Joaquín Ciáurriz.

Proclamarse barojiano casi siempre comporta el desvelamiento o la confesión de alguna contradicción vital latente

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