El robobo de la dondoncella
Declan Donnellan ofrece un espectáculo de metateatro isabelino que empieza tibio pero acaba en estado de gracia
Una parodia del teatro caballeresco de la Inglaterra isabelina y del público que celebraba sus aventuras inverosímiles, reconvertida por Declan Donnellan en parodia de un teatro contemporáneo nuestro solipsista y ensimismado. En The Knight of the Burning Pestle (El caballero de la maza ardiente) corren tres obras teatrales en paralelo. La primera, El mercader de Londres, es un drama sobre familias disfuncionales, que a los pocos minutos resulta interrumpido por un espectador: “Sé que os estáis esforzando, pero preferiríamos una representación divertida, sobre gente sencilla”, les dice a los actores.
THE KNIGHT OF THE BURNING PESTLE
Autor: Francis Beaumont. Creación: Declan Donnellan y Nick Ormerod. Intérpretes: Kirill Chernyshenko, Alekxandr Feklistov, Anna Karmakova, Danila Kazakov, Andréi Kuzichev, Sergéi Miller, Alekxéi Rajmanov, Nazar Safonov, Kirill Sbitnev, Agrippina Steklova, Anna Vardevanian. Coreografía: Irina Kashuba. Composición: Pável Akimkim. Luz: Alekxandr Sivaiev. Escenografía: Nick Ormerod. Dirección: Declan Donnellan. Madrid. Teatro María Guerrero, del 24 al 28 de abril.
“Querríamos ver algo bonito. Eso que traéis ni es escenografía ni es ná”, añade la esposa del espontáneo. A propuesta de ambos, Ralph, el chico de la tienda de la que ambos son propietarios, sube al escenario para encarnar al protagonista de una comedia de aventuras, con ogros y princesas. Ambas funciones prosiguen sus caminos, interrumpidas por la pareja de comerciantes clowns, hasta que las tres representaciones confluyen.
Francis Beaumont escribió esta pieza en una fecha indeterminada entre 1607 y 1613, influido probablemente por la traducción del Quijote al inglés, publicada en 1612, pero que hacia 1607 ya andaba en lenguas. Fletcher, colaborador habitual de Beaumont (y de Shakespeare), publicó en 1609 una función basada en un relato del Quijote, personaje que también sirve de modelo al guerrero desastrado que interpretará Ralph en El caballero de la maza ardiente, a petición de sus patrones. Beaumont y Fletcher escribieron varias obras inspiradas en comedias y en novelas españolas, luego debían de estar familiarizados con la lengua castellana.
El espectáculo que Donnellan ha dirigido al Teatro Pushkin de Moscú empieza tibio, con gracia moderada. Imagínense el vendaval de carcajadas que levantarían la representación narcisista de El mercader de Londres y el trío de espectadores que la interrumpe treinta veces, interpretados por La Cubana. Las proyecciones que ilustran las escenas, ¿son necesarias realmente?, me pregunto mientras se suceden.
La función va armándose como un puzle, poco a poco. Aunque aquí no pillemos que la declamación de Anna Vardevanian en el papel de Luce, joven disputada por dos galanes, alude a la de una estrella rusa, resulta eufónica, musical y antinaturalista, como sus movimientos de mantis religiosa. Las intervenciones de George y Nell, la pareja de tenderos, cada vez tienen más desparpajo: su papel aquí equivale al de la tropa de artesanos en Sueño de una noche de verano. La batalla afterpunk que el Caballero de la Maza inicia, parece orquestada por Carlos Borsani para alguno de sus espectáculos de los años de la movida madrileña…
Todo lo que pasa a partir de que cae un telón que nos traslada, a petición de Nell, a la corte de Moldavia (capital Cracovia, viene a decir ella), está tocado por la gracia, va in crescendo y envuelve al público con la presteza con la que Luis Candelas envolvía a sus amantes bajo su capa. ¡Ah, esta era la figura, indefinida hasta entonces, que el puzle representa! Ahora Donnellan deja rienda suelta a los actores rusos, magníficos todos, y la función marcha como un patinador olímpico sobre hielo. Estupendo, el breve diálogo mudo último, marcado por el director. Es un editorial la cara de estupefacción que se les queda a los actores que representaban El mercader de Londres, mientras los amateurs regresan a la platea exultantes tras el final festivo apoteósico de la comedia caballeresca, que hizo feliz al público.
En cuentas resumidas, una parodia a la que su director ha dado la vuelta para que más muerda, sin que se note el esfuerzo. Aún adaptada (Donnellan ha quitado aquí y cosido allá), bueno es descubrir esta pieza metateatral renacentista probablemente inédita en el castellano de España. Ojalá pronto tenga plaza en nuestros teatros públicos alguno de los no menos sorprendentes ejemplos de metateatro del Siglo de Oro.
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