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Un puñado de artistas argentinos representa en un pequeño teatro una notable comedia negra de sabor porteño
Hasta el nombre de la sala suena porteño. En La Travesía de Galván, un puñadito de actores argentinos representa casi todos los lunes desde hace un año Malasangre, comedia negra sobre los lazos familiares intrincados, el anhelo de autonomía insatisfecho y el poder de la herencia. Sus intérpretes, su director e Irene Gómez elaboraron esta creación colectiva a fuego lento, para darse un gusto al cuerpo. La mayoría de ellos llevan largo tiempo en Madrid, por trabajo, amores y circunstancias. Dos son españoles que laburaron durante varias temporadas en la escena bonaerense.
La Travesía de Galván está en Carabanchel, fuera del céntrico circuito cerrado de salas alternativas, en un sótano de José María Galván, calleja que lleva el nombre de un retratista y grabador decimonónico que en su día recreó en una popular serie de 26 estampas al aguafuerte los frescos pintados por Goya para la ermita de San Antonio de la Florida. Al teatro, que antes fue sala de ensayos y vivienda, se desciende por una escalera angosta, como el salario de quienes en su día tuvieron allí su residencia.
Abajo del todo, una salita de espera, y detrás de una cortina, una sala con bastante altura y unos balcones con celosía equivalentes a los de los corrales de comedias. No es mal espacio para representar. Para el público, tres hileras de sillas sobre tarimas, en tres alturas.
Comienza la función. Dos hermanos nos miran: hacen como si entre el público reconocieran a alguno de sus invitados a la fiesta familiar que se está celebrando. Pero ¿por qué hacen ‘como si’? ¿No es el realismo extremado rasgo distintivo en la interpretación de escuela bonaerense? También me pareció sobrevoltado el diálogo que mantienen, quizá para que no lo tape la música, pero estando tan cerca del público les oiríamos aunque lo susurrasen. Su conversación, a la que se suman luego dos hermanos más y una prima, es hiperbólica como los monólogos de las criaturas de Rodrigo García. Se engañan unos a otros, ignoramos por qué.
Finalizada esta escena extensa, el padre inválido del que hablaban recibe a Darío, su hijo pródigo, y en un solo clic la función de repente respira verdad. Su diálogo desemboca en otro entre papá y Diana, este a su vez en el anterior y vuelta de nuevo, en una serie de fundidos mágicos. Rodeada la representación ahora en este aura, no debería desvelar Natalia López que es Fernando Nigro, actor joven, quien interpreta al padre con tanta verosimilitud y enigma. Nunca hay que mostrar los trucos, aunque el espectador los intuya.
La acción cambia de tiempo y de espacio sin cambios de escenografía. Picu, el hermano menor, está en dos escenas a la vez: sobrio en una, con papá; borracho en la otra, con Darío. No hay entradas ni salidas de personajes, que aparecen y desaparecen como títeres de guante, detrás de un sofá o tragados por trampillas inexistentes abiertas por el director prestidigitador de Malasangre, Toni Ruiz, español que orilló su carrera en el Río de la Plata.
No les revelo ni un ápice de la trama porque la sorpresa juega un papel notable en esta pieza, donde se pone de relieve el vínculo entre cierta manera de proceder de la sociedad argentina y la napolitana, calabresa y siciliana, que tanto la surtieron de migrantes. También son de vértigo las interpretaciones de Quique Fernández, la gallega Marina Herranz y Germán Bernardo, que se van ganando réplica a réplica el favor del público.
Malasangre. Texto: Autoría colectiva. Intérpretes: Germán Bernardo, Quique Fernández, Marina Herranz, Natalia López, Fernando Nigro. Asistencia de producción y de dirección: Irene Gómez. Dirección: Toni Ruiz. Madrid. La Travesía de Galván, todos los lunes.
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