Salir corriendo
Mi educación literaria o estética está muy relacionada con el descubrimiento gradual de la sobriedad y la vida saludable
De cualquier cosa hace de pronto mucho tiempo. “Ayer es nunca jamás”, dice Antonio Machado. Ayer es hace 10, 20, 30 años. Recuerdo algo cercano y resulta que sucedió como mínimo hace más de una década. Salgo a correr por el Retiro una de estas mañanas perfectas, ya no invernales pero todavía no de plena primavera, y como tengo el hábito y la manía de las fechas caigo en la cuenta de que mis primeras carreras por este parque, tan frescas en el recuerdo, ocurrieron hace 25 años. El tiempo subjetivo es mucho más breve que el de los acontecimientos exteriores, o los hechos históricos. Cuando yo era niño se celebró con gran pompa el 25º aniversario del fin de la Guerra Civil. Yo veía por todas partes los carteles y las banderolas con el eslogan conmemorativo —“25 Años de Paz”— y en mi mente infantil aquella duración equivalía a una eternidad, y la guerra me parecía un acontecimiento tan remoto como el descubrimiento de América, aunque supiera que mis dos abuelos paternos habían participado en ella, y que mi padre y mi madre la preservaban con mucha viveza en sus recuerdos de infancia. Cuando uno es joven y escucha en el tango “sentir / que 20 años no es nada”, le parece una bella exageración poética, porque 20 años parece muchísimo, la vida entera, el pasado irrecuperable, el futuro que no se puede imaginar. Ahora que me he hecho mayor entro al Retiro y noto bajo las suelas de las zapatillas la tierra dura y la grava de sus senderos y el verso de Alfredo Le Pera se me queda corto: 25 años son toda la vida y no son nada.
Empecé a correr entonces con la inseguridad del nadador novato que entra en el agua y se sorprende de no hundirse. Y al hacerlo rompía con algo más que con la inercia de no haber practicado nunca deporte alguno. No hacer ejercicio y burlarse de quien lo hiciera formaba parte del credo habitual de una persona que se viera a sí misma como progresista y con inclinaciones intelectuales. Yo me había educado, por decirlo de algún modo, en la bohemia relativa de los últimos setenta y de los ochenta. Digo relativa porque me faltaba la audacia, pero sobre todo los medios, de lanzarme de lleno a las variedades de la mala vida de entonces. Ser pobre es un gran correctivo para el libertinaje. Por mucho que uno quisiera seguir a Rimbaud en el “desarreglo sistemático de todos los sentidos”, a final de curso tenía que presentarse a los exámenes y que obtener notas suficientes para que no le quitaran la beca. En los ochenta llegó la moda de los bares nocturnos, en los que parecía que beber gin-tonics y fumar y respirar el humo de otros fumadores eran tareas de un alto contenido intelectual. El hachís se había quedado tan antiguo como las barbas, la pana, los cantautores y el rock sinfónico. La heroína se iba tragando sin rastro a los más vulnerables o a los más entregados al malditismo. Esa gente privilegiada con el don de pulsar lo inmediato y lo prestigioso del momento se había cortado ya las patillas por encima de las orejas, estaba al tanto del videoarte y del teatro-danza y había perfeccionado no se sabía dónde las muecas exactas necesarias para esnifar cocaína.
La pobreza seguía siendo la gran limitación; la pobreza y la obligación que habíamos contraído algunos de nosotros de fichar temprano en las oficinas en las que nos ganábamos la vida. Algunos pensábamos melancólicamente que si nuestro talento no daba más de sí era porque nos faltaban los medios y el arrojo para lanzarnos a una nocturnidad definitiva, a un desorden sensorial y pasional sin el cual no podrían despertarse nuestras más profundas visiones creativas. El “wild side” de Lou Reed y el fin de la noche de Céline nos estaban vedados, salvo en ocasiones que acababan siendo en general desastrosas, y dejándonos, en vez de iluminación, resaca y remordimiento. Al menos no caíamos en la bajeza de hacer ejercicio, o de dejar de fumar. No fumar era casi fascista. No fumar era de americanos. Como una prueba de lo opresivo y reaccionario de Estados Unidos, repetíamos historias que nos habían contado sobre la prohibición de fumar en el transporte público y en muchos espacios públicos de Nueva York. Grandes novelistas, poetas y ensayistas posibles que tal vez nunca escribirían una línea teorizaban con aplomo sobre literatura acodados en la barra de un bar de copas, entre nubes de humo, bebiendo y fumando hasta las tantas, asistidos por esa elocuencia ilusoria y cabezona del alcohol. Escribir sin fumar ni beber parecía tan inverosímil, tan censurable, como no saber taparse con el dedo índice un agujero de la nariz y aspirar de un golpe con el otro, con la debida soltura, una raya de coca. La coca, aseguraban esos expertos consumados en lo último que no faltan en cada época, no tenía efectos secundarios ni creaba adicción.
Uno piensa que su educación literaria o estética tiene que ver exclusivamente con los libros, con los hallazgos intelectuales que hace. La mía está muy relacionada con el descubrimiento gradual de la sobriedad y la vida saludable, de la efervescencia de sensaciones e imágenes que brotan de la mente despejada y del ejercicio físico. Salgo a la calle con las zapatillas de deporte y el pantalón corto que tanta irritación parece despertarles a algunos colegas, apresuro el paso para ir calentando antes de llegar al Retiro. Si voy en bicicleta, tengo que prestar mucha más atención a lo que pasa a mi alrededor. Caminando rápido y luego corriendo logro un grado mucho mayor de ensimismamiento. No llevo auriculares ni música. He dejado en casa el teléfono. En otras épocas abusé de mis fuerzas y lo pagué con lesiones que no me permitían correr. Ahora soy más cauto, mido el ritmo con más prudencia, me dejo llevar por el impulso de la carrera en vez de ir como tirando de mí mismo, de medirme tontamente con otros. Llega ese momento privilegiado al correr en el que uno se olvida de que está corriendo. Estoy ahora mismo en el Retiro, pero el presente se extiende al pasado porque voy por los mismos senderos, bajo las mismas arboledas, a lo largo de las mismas rejas que hace ya muchos años. A veces voy corriendo y la escritura fluye en mi conciencia como si estuviera delante de un papel, o de esta pantalla.
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