Descorchar una botella de champán
La Navidad puede ser como ese corcho que parece que lleva dinamita dentro. Cuando salta, causa el efecto contrario al esperado
A veces, descorchar una botella de champán suena como si uno se pegase un tiro. Contundente y seco, atravesándote el pecho. Bien se encargó de mostrarlo la inolvidable escena final de El Apartamento, cuando Shirley McLaine acude corriendo por las calles de Nueva York al encuentro de Jack Lemmon y por las escaleras una especie de explosión corta la respiración. ¡Boom!
La Navidad puede ser como ese corcho que parece que lleva dinamita dentro. Cuando salta, causa el efecto contrario al esperado, incluso al deseado. Puede ser la peor de las épocas posibles, el tiempo menos agradecido y más severo con uno, tumbándote con su saco de nostalgias que pesan más que el carbón, recordándote en cada celebración desmesurada todo lo que falta, como ese plato en la mesa, esa llamada en Nochevieja o ese regalo de Reyes Magos.
Cuando llega la Navidad, pienso siempre en mi abuela, que hablaba de la soledad como una amenaza bíblica. No quería quedarse nunca sola ni morirse sola. Como si pudiéramos elegir no morirnos solos. Aunque nos rodeen todos nuestros seres queridos en el lecho de muerte, todos acabaremos encontrándonos a solas con La Parca y cruzando con ella al otro lado del río. Pero pienso en mi abuela por otra amenaza que de niño me preocupaba mucho más en Navidad. Cuando alguna vez me salía del tiesto, me decía, a modo de reprimenda, que, si no me portaba bien, no iban a venir los Reyes Magos. Aquello sí que lo temía. Siempre he pensado que lo peor no era que los Reyes Magos me dejasen carbón sino que pasasen de largo de mi puerta. Que me olvidasen.
En El Apartamento, Jack Lemmon -el memorable C.C. Baxter en la película- es un ser que está solo en Navidad, pero que también es víctima del olvido. En otra escena magnífica, como cada segundo de esa obra de arte de Billy Wilder, Lemmon se encuentra borracho en un bar en Nochebuena. Se le cruza un Papa Noel, tal vez más bebido que él y que ha dejado “el trineo en doble fila”, y una mujer igual de ebria que le lanza pajitas para llamar su atención y pone música en la jukebox a cambio de otra copa de ron. A través de un diálogo de borrachos -el único diálogo por el que merece la pena jugarse un reino-, Lemmon le confiesa a la mujer que no está casado ni tiene familia, y algo igual de doloroso, incluso peor: la persona que ama está con otro. “He dicho que no tenía familia, no que mi apartamento estuviera vacío”, responde Lemmon en una sentencia que resume toda la película. Luego, le mete otro sorbo a su copa.
¡Boom! Una botella de champán sonando al descorcharse como si uno se pegase un tiro. O se lo pegasen. Y la Navidad como esa barra de bar en la que Lemmon, ese Robinson Crusoe, “náufrago entre ocho millones de personas”, le parece maravilloso tener una simple “cena para dos” que no tiene. Decía Billy Wilder que es mucho más difícil en una película conseguir un buen final feliz que uno triste. Por eso, veo religiosamente cada Navidad El Apartamento. Para recordarme que, a veces, descorchar una botella de champán suena como si uno se pegase un tiro, pero que también, y afortunadamente, puede ser el preámbulo de la mejor partida de cartas de la historia.
Babelia
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