_
_
_
_
_
Crónica
Texto informativo con interpretación

Una hora con ‘Sekiro. Shadows die twice’

El lema elegido con Hidetaka Miyazaki para definir su combate, "choque de espadas", es un cambio radical respecto a 'Soulsborne'

“Guau. Eres el primer tío de prensa que se lo mata”. El fallecido era una suerte de monje budista con una lanza. Seamos bien claros, un cabrón de cuidado. Su ataque más puñetero, que además no se podía bloquear, comenzaba con un paso lateral. Lo fastidiado del tema es que después de ese paso lateral, el ataque no se producía inmediatamente. De hecho, la sensación que tuve es que el monje esperaba a tenerte a tiro. Acostumbrado a los automatismos de quien firma este juego, fallaba cada vez. Rodaba a un lado y al terminar de rodar el monje me había esperado y me ensartaba, llevándose una buena porción de mi vida y de mi paciencia.

Me puse serio. Y ponerse serio en Sekiro. Shadows die twice es lanzarse en tromba; a pecho descubierto; sin mirar atrás. Katanazo a katanazo, fui llenando su barra de resistencia. Hasta que lo inevitable sucedió. Rompí su barrera, salté a su cuello y le asesté un golpe letal. La segunda barra de vida había caído. La victoria era mía. Y el encargado de velar por la prensa en el evento al que asistí, por cortesía de Activision, se quedaba volado de que pudiera haberme deshecho de semejante rival. Sin embargo, yo no estaba contento.

He podido jugar una hora y media larga a Sekiro; la nueva obra de Hidetaka Miyazaki. Y puedo decir, desde ya, que lo espero como agua de mayo (aunque, por fortuna, llegará ya en marzo). Es un juego extraordinario y muy, muy, muy diferente a los Soulsborne. Mucho más que ese gran abismo que ya separa a Bloodborne de Dark souls. Tan diferente que mi incomodidad, ese descontento a pesar de ser capaz de vencer casi todas las batallas salvo el durísimo jefe final, dependía precisamente de esa divergencia.

A Sekiro no se puede jugar ni como a Bloodborne ni como a Dark souls. Sí, en Bloodborne había que pasar más a la ofensiva, por la ausencia de escudo; pero el comportamiento espacial del jugador era muy, muy similar. En Sekiro es completamente diferente; al principio, uno piensa que es por añadir el eje vertical. En Sekiro el ninja protagonista lleva un gancho con el que puede catapultarse a las alturas in media res de una batalla. Esto, evidentemente, abre unas posibilidades de jugar con el espacio extraordinarias. Pero ese movimiento vertical no es lo esencial. Lo esencial es el movimiento horizontal. Y muy concretamente el tempo entre acción e inacción entre ataque y defensa.

Hidetaka Miyazaki definió a Sekiro como un juego de “choque de espadas”. Si hubiera pensado bien en ese leitmotiv, mi hora y pico con Sekiro —bastante exitosa pero rara, incómoda, como si estuviera tratando de encajar, por la fuerza, una manera de jugar que no le iba— hubiera sido bien distinta. El sistema de juego de Sekiro responde exactamente a ese lema. Choque de espadas. Tres palabras que encierran toda la clave de cómo entrar en flow en esta nueva obra de Miyazaki.

Pensemos en un encuentro clásico de Dark Souls. Yo que sé, en un encuentro trivial de Undead Burg, con un esqueleto cualquiera. La forma de aproximarse al enemigo es siempre cauta y con el botón de escudo apretado. Se encara al enemigo, se resiste el ataque, se aprovecha la resistencia para un par de tajos y se rueda para evitar el contraataque. Ahora pensemos en Bloodborne, todo es igual salvo que en vez de plantarse con el escudo en alto para resistir hay dos opciones, o bien se le suelta un disparo en mitad de animación a la bestia de enfrente para poder hacer un ataque visceral o bien se rueda a un lado o a otro para evitar ser alcanzado y luego se ataca. Pero en ambos casos la mecánica de combate es bastante similar.

En Sekiro todo ha cambiado radicalmente. Jugar como a un Bloodborne, abusando de rodar, es factible, pero ni de lejos la opción más efectiva. Sekiro pide que nos arriesguemos mucho más, porque también nos recompensa mucho más. En Sekiro hay que encarar al enemigo y pulsar, en cada uno de sus ataques, el botón de cubrirse en el momento preciso. No es, como en Dark souls, una defensa pasiva, es una defensa activa y que demanda una extrema precisión. Sekiro es mucho más exigente que Soulsborne porque hay que estar tanto o más activo en el ataque que en la defensa, porque idealmente no hay remansos de calma con ningún enemigo, salvo cuando este hace un ataque no bloqueable, momento en el que, sí, se rueda o se salta o se usa el gancho.

Quiero subrayar la diferencia sutil pero clave de cómo funciona la defensa. Es un juego de parada perfecta, al estilo de Bayonetta, y el hacer estas paradas perfectas es lo que nos permite impedir que nuestra barra de resistencia se agote y por tanto quedar expuestos a un ataque letal. Pulsar ese botón que levanta nuestra espada para cubrirnos del golpe es lo que provoca ese “choque de espadas” constante. Porque cuando nosotros atacamos el enemigo hará justamente lo mismo. Repelerá nuestros ataques con su filo. Así los combates en Sekiro se convierten en mucho más letales y fugaces idealmente, una carrera contrarreloj por romper la resistencia del rival para ejecutar ese fatality que se llevará una de sus barras de vida de golpe.

Mi gran lección para entender Sekiro la viví con su jefe, un siniestro monje armado con una gigantesca alabarda. Lo jugué unas cinco o seis veces y en dos me quedé muy cerca de acabar con él. El setting era muy típico de juego de ninjas: dos áreas bajo techumbre y un puente con árboles flanqueándolo. La magnitud del enemigo, enorme, tanto en lo que imponía su tamaño, como en el rango de sus ataques, impredecibles y de un gigantesco alcance.

Había algo que no entendía y que me estaba sacando de quicio. La ventana de exposición del monje dejaba un par de golpes por final de animación; a veces, incluso tres. Pero inmediatamente ejecutaba un tajo de arriba abajo y envolvente contra el que rodar no servía la mayoría de las ocasiones. La lanza me alcanzaba, mermando mi posibilidad de sanarme cuando la batalla hubiera progresado a sus fases finales. Llegué a pensar (bobo de mí) que ese ataque estaba mal ajustado, que se habían pasado con el alcance porque era imposible rodar sin recibir el tajo de la alabarda. Pero es que no estaba entendiendo el “choque de espadas”.

Lo que se suponía que debía hacer, cuando esa gigantesca lanza se abalanzaba sobre mí, era vencer el miedo y alzar mi katana para detenerla en el momento preciso. Y hacer lo mismo con el siguiente tajo. Y con el siguiente. Y así, al poder aprovechar mi ventana de oportunidad, mi barra de resistencia (o habría que decir más bien de ruptura) no habría crecido, mientras que la del monje sí lo hace, porque sus paradas no son perfectas. Es como jugar con una bomba en el bolsillo. Cada golpe que recibes te acerca más a su detonación. Y esa bomba, si no recibes más golpes o los paras indebidamente, comienza a descender, sí, pero desciende muy lentamente. O sea, que Sekiro impele a luchar por estallar la bomba de resistencia del enemigo lo antes posible. Mientras uno intenta, evidentemente, que la propia no estalle.

En Dark Souls las batallas eran largas pero había una recompensa constante; un tajo, un herida. En Sekiro son tensísimos tiras y afloja donde la acción real sucede en fogonazos. Sí, se puede abordar la esforzada tarea de matar a los enemigos poco a poco. Pero, realmente, Sekiro está pensado para bailar con la muerte en el filo de sus katanas, que chocan, chocan y chochan hasta que de pronto, un destello, una hemorragia y el silencio.

Marzo se hará esperar agónicamente.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_