La fórmula secreta de la cangreburger
Stephen Hillenburg logró reinventar la televisión animada para todos los públicos, siguiendo los pasos de Roger Rabbit (y Bugs Bunny)
Stephen Hillenburg era un amante del fondo del mar –antes que animador fue biólogo marino– que había crecido creyendo que otro mundo era posible. En realidad, había crecido creyendo que podía estar en su mano detener el tiempo en uno de los sábados por la mañana de su infancia, en los que no hacía otra cosa que ver dibujos animados con los que a menudo también disfrutaban sus padres. La franquicia Looney Tunes, en cuyo espíritu se inspiró para crear al entrañable, inocente y luchador Bob Esponja, el cocinero perdedor que nunca pierde, siempre tuvo la vocación de hacer reír a toda la familia.
Lo consiguió añadiéndole al humor blanco de Bugs Bunny parte de la malicia y la pesadumbre loser de su otro héroe de niño: Roger Rabbit. Trasladó la inocencia del conejo que solo quería hacer reír y que tenía que lidiar con la absorbente y alineante y demasiado adulta mecánica del mundo del cine (el trabajo) y un matrimonio condenado al fracaso (la no siempre agradable vida social) a su creación, y la cosa funcionó. Bob Esponja no tardó en pasar de serie de bajísimo presupuesto a fenómeno de masas, abriendo la veda a lo que vendría más tarde: toda esa fascinante televisión animada inteligente para niños (y adultos) que, de alguna manera, inauguró (en 1999).
Estamos pensando en Gravity Falls (2008), en Hora de aventuras (2010), en El asombroso mundo de Gumball (2012) y en Star contra las fuerzas del mal (2015). Series infantiles que no existirían sin el éxito de Bob Esponja. ¿Por qué? Son obras de autor, extremadamente divertidas, no pensadas para mantener ocupados y entretenidos, o quién sabe qué, a los niños (¿recuerdan Caillou, Dora la exploradora, la soporífera Casa de Mickey Mouse?), sino que los trata como pequeños adultos en extremo inteligentes a los que anima a reírse de sí mismos. Encontró la fórmula secreta de su particular cangreburguer, y no se la quedó para él solo. Percebes, cuánto vamos a echarte de menos, míster Hillenburg.
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