Mompó, o la alegría
El espíritu festivo del pintor valenciano aportó el contrapunto al signo trágico del arte español de los cincuenta. Su original obra puede revisitarse ahora en una exposición en Madrid
Aunque ya hace mucho que los espacios institucionales dedicados al arte contemporáneo, y por mejor decir, el único de que dispone en ese ámbito el Estado, abdicaran de una función tan propia —en los buenos tiempos fue la principal— como es la de revisitar el reciente pasado español al rescate de nombres y obras que merecen visibilidad y la concreción de su lugar histórico (justamente en ese lugar), no deja de ser una lástima. Una lástima, eso sí, que coincide con la cada vez mayor restricción de su competencia al arte como producción de realidad (lo que Napoleón llamaba “crear el acontecimiento”), tal y como por lo visto apetece el mundo del arte, o sea, lo que el mismo Estado llama “el sector”, dispensando así a esta orientación de toda crítica. El hecho es que el Estado no tiene espacios para recuperaciones y que un artista grande como Manuel Hernández Mompó (Valencia, 1927-Madrid, 1992) no puede ser objeto de su atención. Por eso, una sala como la de Miguel Fernández-Braso puede hacerse fuerte en su vocación museística y convertir esa triste suplencia en la ocasión de mostrarnos una maravilla. Gracias.
Mompó, o la alegría. Mompó es el pintor cuyo espíritu de alegría, de gozo, fiesta y claridad significó el contrapunto a la codificación del arte español de los cincuenta bajo la dominante trágica y brava que fue la propia de sus compañeros de época, Millares o Saura, paradigmáticamente. Y es verdad que esa imagen dramática y desgarrada encontró pronto el éxito internacional porque venía a confirmar una caracteriología española ya asentada como imagen nacional. Pero eso no puede tapar la existencia de una España clara—L’Espagne claire fue el título de la exposición que le dedicó a Mompó el Instituto Cervantes de París en 2015—, en la que estuvieron empeñados no sólo escritores como Azorín, sino artistas que van de Cristóbal Ruiz a Xavier Valls (otro que habría que revisitar), de Caneja a Fernando Zóbel. La exposición chez Braso —aquí vimos por última vez, por ejemplo, pinturas del recientemente fallecido Miguel Ángel Campano— es tan completa en su forzosamente sintético recorrido que nos permite evocar a un Mompó de antes de Mompó, medio humorístico medio clochard (que puede recordarnos, en esa misma cuerda, a Amable Arias: otro rescatable), con su iluminación de farolillo de verbena y su “estilo vidriera”, hasta que a principios de los sesenta comenzara a pintar con blanco luminoso los fondos de las telas. En ese espacio pintado, que por tanto no era un vacío sino una atmósfera, Mompó, ya viajado por Francia, Italia, Holanda, Estados Unidos…; ambulante por Madrid, Valencia, Ibiza…; premiado en Venecia, puso a cantar y bailar sus leves signos, sus ingrávidas manchas de jugosísimos colores, que venían a ser la traducción a pintura de unos infinitos días de fiesta, vino y canción.
Con todo, la originalidad de Mompó, la diferencia de su pintura en su tiempo y entre sus propios amigos, tiene todo el aire de lo que no ha sido buscado. Le llega, por decirlo así, de dos fuentes al menos; una, la del enorme influjo que Paul Klee tuvo entre los artistas españoles de su juventud; la otra, más antigua si cabe, tiene que ver con una naturalidad que acaso proceda de su muy primera instrucción entre artistas y artesanos de oficio, en la Escuela de Artes valenciana: es esto lo que hace inevitable que, en su caso tan singular, esa especie de alfabeto gráfico en que se decanta su pintura pueda muy bien estar invitándonos a ponerlo en relación con la mano que lo escribe, que lo inscribe en el aire. Una mano amorosa, cordial, hecha a la materia y a la humildad de unos signos primarios, al modo mironiano.
Mompó o la parranda popular, al sol de su playa, al aire del gozo de su huerto, de fiesta en la plaza. (Es muy bonita, a este respecto, la letanía poética que ha tejido en el catálogo Juan Manuel Bonet con los propios títulos de muchos cuadros). Y de ese tránsito hacia la claridad del mediodía hay en esta exposición pinturas y, sobre todo, papeles sencillamente extraordinarios. Y los hay de la década siguiente, de cuando fueron apareciendo, en el espacio flotante, las casi escrituras que seguramente nos levanten otro recuerdo, ahora de Twombly, y que a la postre se hicieron tan características, tan Mompó. Unas manchas o signos apenas insinuados, como huellas en la arena de alguien que baila de puntillas, algo ebrio.
Mompó. Pinturas. 1955-1980. Galería Fernández-Braso. Madrid. Hasta el 10 de noviembre.
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