El Jonathan Franzen del Medio Oeste
Nathan Hill es el autor de 'El Nix', la historia de una madre rebelde y un hijo incapaz de rebelarse
He aquí la historia del escritor fracasado Samuel Anderson, tan parecida, por momentos, a la del propio Nathan Hill (Iowa, 1978), que podría ser la suya propia. El tipo al que admira el mismísimo John Irving, el autor de la astronómica El Nix (Salamandra), todo un obús literario de altura considerable, algo así como un Jonathan Franzen después de Jonathan Franzen, un Franzen que siguiese aferrándose a su primera novela – Las correcciones – y a sus maestros – nada menos que Donald Barthelme –, como si no hubiese otra cosa a la que hacerlo, también se sintió, como Samuel, el protagonista de su primera novela, un escritor fracasado. Porque ganó un concurso – Samuel publica un cuento tan exitoso que firma un contrato millonario – y creyó que lo tenía y resultó que no tenía nada en absoluto. A aquel premio le siguieron decenas de cartas de rechazo, una mudanza a Nueva York desde el Medio Oeste, la pobreza más absoluta una vez instalado en Nueva York, una depresión y la adicción a un videojuego – World of Warcraft – que, durante al menos tres años, sustituyó su vida social y, de paso, amortiguó la caída.
“Llegó a ser como un trabajo a tiempo parcial. Jugaba durante horas. Estaba fatal entonces. Pasé una época horrible. Cuando llegué a Nueva York me robaron el coche con todas mis cosas dentro. Lo dejé el día que descubrí que pasaba más tiempo jugando que escribiendo”, recuerda. Samuel, el protagonista de El Nix, también juega compulsivamente. Porque su vida es también un desastre. Trabaja en la universidad, de una forma insultantemente precaria, se acaba de separar, pero aún está ahí para todo –si Lisa sale de compras, le llama para que la vaya a buscar, y él, claro, va–, y acaba de enterarse que va a tener que devolver la enorme cantidad de dinero que la editorial le pagó por escribir una novela que nunca ha escrito. ¿Y qué puede hacer para evitarlo? Escribir, no una novela, sino unas memorias, y no suyas, sino de su madre, la mujer que le abandonó, que los abandonó a él y a su padre, cuando tenía 11 años. ¿Y por qué interesa su madre? Porque es la Packer Attacker, un fenómeno mediático.
Y no lo es porque quiera, sino por accidente. Sí, le lanzó piedras a un gobernador, pero no con la intención de convertirse en ningún tipo de fenómeno. El caso es que los medios de comunicación la presentan como una hippie radical –que fue acusada de prostitución en el 68– cuando para su hijo siempre fue una chica corriente que se casó con su novio del instituto. ¿Quién dice la verdad? ¿Quién miente? “La idea se me ocurrió cuando llegué a Nueva York, en 2004. Recuerdo que fui a una manifestación contra una convención republicana y decidí escribir un relato, y entonces me pregunté cómo de violentas habían sido las protestas de 1968, y tuve la idea de colocar en el centro de la historia a una madre y un hijo, dos generaciones, protestando, en sus distintas épocas, contra el sistema”, relata Hill. Así fue como empezó todo. Y una cosa le fue llevando a la otra, y de repente, tenía a una madre a la fuga, y a un hijo disfuncionalmente desconsolado, y también tenía a un editor ingeniosamente caradura, a un tipo que cree que la vida solo vale la pena cuando se juega a videojuegos –porque solo a través de ellos puede un alguien cualquiera, realizarse–, y a una famosa violinista rompecorazones y a su malogrado hermano gemelo.
“Para mí, El Gran Gatsby es la historia de alguien del Medio Oeste que llega a la Costa Este y se avergüenza de sus orígenes, y hace lo impensable, se convierte, él mismo, en fuegos artificiales, para conquistar a Daisy, la chica de la que se ha enamorado. Pues bien, Bethany – la violinista – es la Daisy de Samuel”, confiesa. Como tipo que creció en el Medio Oeste, sabe de lo que habla. Y habla bastante de ello en la novela. Sobre todo, encarna ese deseo de huir de esa Nada del Medio Oeste en el personaje de la madre, cuando no es más que una niña. Una adolescente, en realidad, que no quiere que su vida consista en elegir la clase de futuro marido que puede darle la clase de futuro que ella desea como su fiel esposa. Quiere algo más. Y acaba convertida en un fenómeno mediático. “El problema con las noticias es que prestan atención a una gota de agua en el océano, y la presentan como si fuera un mundo”, dice Nathan, que, como el propio Samuel, y la propia Faye –la madre– tiene antepasados noruegos. Y de ahí la historia del Nix, ese espíritu acuático malévolo que recorre la costa buscando niños y adopta la forma de un gran caballo blanco para seducir a los más aventureros, y luego se deshace de ellos. “Es una de las muchas leyendas de las que habló en la novela, pero en un momento dado me di cuenta de que explicaba la idea central de la historia, su motor: aquello que más deseas, o aquello que más amas, puede destruirte, y de ahí el título”, dice.
La época a la que va y vuelve la novela, ese finales de los años sesenta tan supuestamente libre, juega también a reflejarse con el presente, desde otro punto de vista. Se diría que el espejo en el que se mira Faye es el de la realidad monstruosamente deformada del pasado que solo puede ser juzgada desde el presente. Hill se pregunta, a través del personaje de la madre del protagonista, si no fue la era hippie infinitamente más sexista que la actual, o cuanto menos, igualmente bárbara con la mujer. “Como época, es un lobo disfrazado de cordero”, asegura el escritor. “Las chicas, como dice Faye, tenían que estar disponibles para cualquiera, si no, se consideraban unas mojigatas que no habían entendido nada del amor libre. Faye se pregunta hasta qué punto podía considerarse eso libertad, cuando era en realidad otra forma de abuso de poder”, dice. Pero uno con narrativa. Uno en el que era más poderosa la palabra que el libre albedrío.
Jamás pensé que tendría lectores, ¡y ahora los tengo en todas partes! Y tengo la suerte de que no me ha pasado a los 26, sino a los 40
Sí, podría decirse que, a su manera, El Nix es también un libro #MeToo, pero uno que se atreve a meter el dedo en la llaga –como hicieron Las chicas, de Emma Cline o el Drop City de T. C. Boyle– atacando el lado oscuro de los supuestamente pacíficos y amorosos años sesenta. Pero también, y sobre todo, que es un extraño libro fenómeno: traducciones a 30 idiomas, un buen puñado de premios, y la sensación de que estamos ante aquello que los norteamericanos llaman the next big thing, y una de altísima ambición literaria. ¿Cómo se digiere algo así? “No se digiere. Yo jamás pensé que tendría lectores, ¡y ahora los tengo en todas partes! Y tengo la suerte de que no me ha pasado a los 26, sino a los 40. No sé qué habría sido de mí si me hubiera pasado a los 26”, contesta. ¿Y qué hay de las bombas que la novela le lanza al sistema? “El capitalismo es experto en devorar todo aquello que atenta contra él: no tiene más que convertirlo en un producto para neutralizarlo. Nada sirve de nada hoy en día”, dice.
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