El doble de Freud
Los 'Diarios de Schnitzler' comunican las aventuras con las que el autor escribió sus obras irónicas y decadentes

Hace unos cuantos años, un amigo llegó por primera vez a Viena. En lugar de la guía turística de la ciudad, llevaba La Viena de fin de siglo, de Carl Schorske, libro que hoy es un clásico. Mi amigo, que se alojaba en una pensión detrás de la Caja de Ahorros, majestuoso edificio de Otto Wagner, antes de comenzar el trajín turístico cotidiano pedía indicaciones sobre su itinerario. Las preguntas eran tan precisas que la dueña de la pensión quiso saber si todos los argentinos conocían tanto de la ciudad como este recién llegado. La ridícula anécdota, prueba de un cosmopolitismo adquirido en los libros, marca la importancia que tuvo Viena para algunos intelectuales que vivían muy lejos. Yo fui una de las capturadas por esa pasión anterior a mi primer viaje. Y, como mi amigo, debo agradecérselo al libro de Carl Schorske y a los ensayos de Cacciari.
Mi primera novela en alemán, un idioma que leía penosamente, fue Fräulein Else, de Arthur Schnitzler. No es extraño, entonces, que una selección de los Diarios de Schnitzler (publicada por la editorial de la chilena Universidad Diego Portales, con prólogo y traducción de Adan Kovacsics) me haya capturado como el ramalazo de una pasión juvenil. He estado en Viena varias veces, siguiendo el itinerario del modernismo, de los artistas de la Secesión o de la vanguardia. Los Diarios me devuelven otra ciudad, sin Schönberg ni Alban Berg, sin Adolf Loos ni Otto Wagner, pero tan Viena como la de esos grandes. Schnitzler no menciona la escandalosa nueva música atonal, pero escuchaba todo el tiempo a Mahler. No hubo una sino varias Vienas en esos años electrizantes de fin del XIX y principios del XX.
Los Diarios transcurren en esa ciudad y en esa época. Comunican las afiebradas aventuras con las que Schnitzler escribió su obras irónicas y decadentes, sin que este adjetivo signifique un juicio moral, sino la cualidad distinguida de un ambiente donde, detrás de exquisitos formalismos, puede suceder cualquier cosa entre hombres y mujeres igualmente libres porque son miembros de una élite cultivada. Schorske encontró una frase breve y definitiva: “Schnitzler explora el poder de Eros para disolver toda jerarquía social”. Lo femenino no se deja atrapar en las mallas de la ética. Schnitzler, enamorado de todas las mujeres, reconoce en ellas una existencia superior.
No hubo una sino varias Vienas en esos años electrizantes de fin del XIX y principios del XX
Los Diarios mencionan más encuentros sexuales que asistencias a los ensayos de sus obras que se estrenaban con éxito en los teatros vieneses y alemanes. Según un experto en cultura centroeuropea, con una sola de sus amantes Schnitzler alcanzó el respetable número de 563 veces en dos años. Es La ronda amorosa, alocada y sexual. Schnitzler es un personaje de Schnitzler.
Nadie familiarizado con la Viena de fin y comienzos de siglo se sorprende. Y sin embargo, debo confesarme sorprendida. Reconozco en estos Diarios la elegante levedad que caracteriza el día a día de una ciudad donde estaban sucediendo varias formas de la renovación estética. Reconozco también la levedad de la experiencia que, sin embargo, muchas veces termina en la muerte, como en La señorita Elsa, o en la melancolía de la vejez, como en El regreso de Casanova. Viena erótica y mundana, salvada de los estereotipos por la escritura de Schnitzler.
Una escena vienesa en el verano de 1922. El dramaturgo y novelista camina junto a un sabio, de noche, por la ciudad. Después de invitarlo a cenar, Freud, seis años mayor que Schnitzler, lo acompaña hasta su casa: “La conversación se torna más cálida y personal; sobre la vejez y la muerte”. Un mes antes, Freud, experto en autoanálisis si los hubo, había escrito una carta donde le confesaba a Schnitzler que en él vio siempre la sombra de un doble. Por eso, evitaba al escritor que recorría los mismos paisajes del psicoanálisis, esas regiones donde es difícil establecer los límites entre los hechos reales, las fantasías nocturnas y los sueños. Como sucede en Relato soñado, novela de Schnitzler turbadora como un acto demencial y enrevesada como una fuga fantástica.
En Viena sucedían estas cosas. Hoy, en el Museo de Artes Aplicadas se expone la materialidad de esos años que son los del modernismo y las vanguardias, los de la decadencia de una cultura y la emergencia de otra, antes de la marejada nazi que habría terminado con un judío como Schnitzler. Del art déco al diseño industrial, los objetos exquisitos, firmados por Joseph Hoffman y Kolo Moser, son tan vieneses como las capas de arquitectura clásica, barroca, modernista, que se tocan en las grandes avenidas de la ciudad. Una taza y una jarra de metal, los anaqueles escalonados de una biblioteca, los floreros casi imposibles por lo originales, las alfombras y sillones, la encuadernación de un libro, los papeles pintados, media docena de vasos o un servicio de té sobre su bandeja, un candelabro, el broche para el vestido de fiesta, un huevo de Pascua, la estampa de una tela invernal, una lámpara, un biombo, un collar y una cigarrera, tenedores y cucharas, un espejo. La perfección emociona.
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