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La gran noche: delirio en Madrid

"Lucia de Lammermoor" vuelve al Real con el hálito que Gayarre y Patti le dieron en 1880

Lisette Oropesa, en un pasaje de "Lucia di Lammermoor".
Lisette Oropesa, en un pasaje de "Lucia di Lammermoor".Javier del Real (EFE)

El regreso de Lucia de Lammermoor al templo del Teatro Real evoca la que acaso haya podido ser la velada más entusiasta desde los tiempos de su inauguración en 1850. Ocurrió el 23 de diciembre de 1880. Y todavía se le conoce como «la gran noche». Precios disparatados. Sillas supletorias. Desmayos en los palcos. Redadas policiales como remedio al trajín de la reventa.

Airea el acabose la entusiasta crónica del severo crítico Antonio Peña y Goñi. Recrea la rivalidad enfermiza que se tenían Adelina Patti y  Julián Gayarre. Confiesa no haber vivido nada semejante entre las paredes de un teatro, «dos genios de la escena que electrizaron, o mejor dicho, hipnotizaron al público, cuyo silencio daba la sensación de teatro vacío hasta que prorrumpían los clamores como si fuera una emergencia liberarlos y desatar las pasiones en el graderío».

Cuenta el propio Peña y Goñi que las funciones habían desplazado el interés hacia la política. Y que los madrileños discutían no ya por sus preferencias canoras, sino por la verosimilitud o no de una rivalidad encarnizada. Nunca habían cantado juntos la Patti y Gayarre en el "ruedo" madrileño, de forma que la distancia se había interpretado como un recíproco ejercicio de aversión, o de miedo, o de recelo, alimentándose la sugestión del encuentro como si fuera un duelo entre Frascuelo y Lagartijo en el coso de la plaza de Madrid. ¿Qué sucedió realmente en "la gran noche"? No se explica el hito operístico sin la relación estimulante que alentaron los protagonistas. Adelina Patti exploró todos los límites conocidos en el ejercicio del divismo, consciente además de que el título mismo de la ópera de Donizetti y el aria final de la locura le concedían una clara posición de ventaja.

Adelina Patti.
Adelina Patti.

La jerarquía se añadió a la condescendencia y petulancia de la soprano, de forma que Gayarre tuvo razones para sentir herido su orgullo. "El tenor llegó al teatro cuando la función ya había comenzado. Se vistió y se dispuso cerca de las bambalinas escuchando a la Patti haciendo verdaderos malabarismos musicales y florituras increíbles. Llegó el momento de la salida de Gayarre y dijo la frase de salutación con una voz tan celestial que hasta la misma soprano se dio la vuelta asombrada por el timbre del roncalés. Desde ese momento, quedó la lucha entablada. Ambos divos se disputaban los aplausos del público haciendo para ello verdaderos alardes de facultades y derroche de arte. De aquella disputa el beneficiado fue si duda el público asistente, ya que los dos artistas pujaban por ganarse los aplausos haciendo alarde de facultades."

Fueron solo tres funciones, pero la propia excepcionalidad del fenómeno contribuyó a la mitificación de la "gran noche". Julián Gayarre estaba en su plenitud y marcaba terreno sobre el escenario. Abrumaba con su línea de canto y su personalidad escénica, mientras que Adelina Patti se recreaba en su propia madurez sin el menor atisbo decadencia. No ofrece dudas al respecto la crítica de Esperanza y Sola:

“La Patti no ha perdido nada de aquellas dotes realmente incomparables y únicas. El timbre de su voz es tal, que no se puede dar una idea de él con ninguna clase de comparaciones. Es preciso oírlo. La agilidad de su garganta supera a la de los pájaros, y la seguridad y el buen gusto, aumentados con la práctica y la experiencia, hacen de ella un verdadero prodigio”, resume el crítico en la euforia de la gran noche.

Permanece todavía el éter de aquellas veladas, más o menos como si Lisette Oropesa y Javier Camarena, artífices de las funciones que se representan ahora, sintieran en sus carnes, en sus almas y en sus cuerdas vocales la onda expansiva de un milagro que deben honrar y que están honrando.

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