Los fantasmas son gente honrada
Alfredo Sanzol escribe y dirige La valentía, una farsa loquísima y jardielesca
Alfredo Sanzol es un dramaturgo libérrimo: hace siempre lo que le da la gana, lo que le pide el cuerpo. Tiene un talismán, un olfato infalible para conectar con el público. No hay más que escuchar las risas hipohuracanadas que brotan en la platea del Pavón ante esa farsa loquísima y felizmente desabrochada llamada La valentía. Sanzol sabe que para que surja y se mantenga la risa hemos de estar interesados en lo que les sucede a los personajes, tan desnortados y contradictorios como nosotros. Sanzol tiene corazón de niño y así son sus criaturas. La valentía no está tan lejos de La ternura, que ha vuelto a La Abadía (hasta el 8 de julio): es estupendo tener dos funciones de Sanzol en cartel. La ternura era isabelina por mundo, forma y lenguaje. La valentía quizás beba de las aguas freáticas de Jardiel (o incluso del mejor Paso): un universo desaforado, siempre con un pie en lo fantástico y en el dolor. A lo largo de un fin de semana, tres parejas de hermanos descubrirán el amor en sus diversas formas, como lo descubrían los protagonistas de La ternura.
Se podría decir que en La valentía dos fantasmas “de verdad” se aparecen para que no se venda su casa, y dos falsos fantasmas se disfrazan para que se venda. Y que la multiperipecia va subiendo como un suflé, llena de giros y sorpresas, para acabar revelando los sentimientos de todos.
Las hermanas Lekuona, dueñas del casón rozado por una autopista, son ingenuas y feroces como si las hubiera dibujado Vázquez, del Tío Vivo. Su aventura es, con mil altibajos, un aprendizaje de comprensión y cariño: se malquieren, pero constatan que son más parecidas de lo que creían. Estefanía de los Santos es Guada, niña asustada, conmovedora, con el secreto de un peligroso anhelo bajo la manga (o bajo el silencio). Sanzol le da una réplica de olé: cuando le preguntan si le gustan las mujeres o los hombres responde “a mí me gusta todo y no me gusta nada”.
El lenguaje de la obra pasa del humor a la nostalgia, del gag centelleante al inesperado destello de soledad o melancolía
De los Santos es una actriz portentosa a la hora de mostrar cómo los sentimientos sacuden el cuerpo de Guada: nos hace ver su nostalgia, su ansiedad, su miedo, sus galopes felices. Inma Cuevas es Trini. Ha de pechar con un personaje encabronado y enloquecido, gritón y malhablado, pero el talento de la Cuevas, aquí con un calambrazo próximo a María Luisa Ponte, consigue lo más difícil: que le cojamos cariño a Trini. Segunda pareja: los enamoradizos Hermanos Espectro, los Pepe Gotera y Otilio del susto. En su maleta llevan un homenaje a los grandes momentos de El resplandor: adivinen. Jesús Barranco, con la gracia locuela de César Sarachu, es Clemen, personaje jardielesquísimo, que remata sus escenas con sentencias y aforismos. Y el premio al chiste lelo del año: “Soy parapsicólogo y he quedado con Trini”. “¿Para qué?”. “Parapsicólogo”.
Font García es Felipe. No puedo contar lo que le pasa a Felipe. Solo diré que es un santo varón, que tiene una escena capital con Martina, y que torea por Juanan Lumbreras, que no es fácil.
Martina y Martín son dos fantasmas del siglo XVIII que visten y se mueven como si estuvieran en una película de Tim Burton. Dos personajes (y dos intérpretes) encantadores, deliciosos. Francesco Carril hace una soberbia composición, con un humor finísimo: le vi protagonizando, igualmente estupendo, El tratamiento de Pablo Remón, hará un par de meses, y cuesta pensar que sea el mismo actor. Natalia Huarte, formada en el teatro clásico, tiene belleza, claridad, elegancia. Borda su Martina, con dos grandes momentos: cuando resucita el aroma de las vacaciones infantiles, y lo que descubre junto a los mortales. Las tres parejas son sensacionales, y el dúo de fantasmas me robó el corazón, por interpretación y por texto. Martín y Martina son un hallazgo: se merecen una serie.
Fernando Sánchez Cabezudo firma una escenografía etérea, con las paredes prestas a ser atravesadas por un espíritu (o dos). Lo más corpóreo es un sofá tapizado con tela de paramecios que ya he soñado un par de veces. Olé la banda sonora de Fernando Velázquez, que subraya climas y efectos, y crea una atmósfera irónica y oscura de pieza de misterio. El lenguaje de La valentía pasa del humor a la nostalgia, del gag centelleante al inesperado destello de soledad o melancolía. Y a Sanzol no le da miedo el chapuzón en el humor físico un tanto chocarrero, como la escena casi de clowns en la que Felipe y Clemen intentan reanimar a Guada. Pensé “¡qué chusco!”, pero enseguida recordé un pasaje similar (y también muy eficaz) en La ternura. Por cierto: ¿para cuándo la edición de un volumen de obras selectas de Alfredo Sanzol? Por cierto (bis): después de ver La valentía, que acaba mañana pero el 4 de agosto comienza gira, me subí al ambigú para ver Las crónicas de Peter Sanchidrián, de José Padilla. Otro éxito merecido, otra pieza original y con un reparto igualmente estupendo, que ha vuelto al Pavón, donde estará hasta el 28 de junio, y de la que les hablaré el próximo sábado.
‘La valentía’, escrita y dirigida por Alfredo Sanzol. El Pavón Teatro Kamikaze (Madrid). Con Jesús Barranco, Francesco Carril, Inma Cuevas, Estefanía de los Santos, Font García, Natalia Huarte. Hasta el 17 de junio. Comienza gira el 4 de agosto en San Javier (Murcia).
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