Españoles en el mundo flotante
Una muestra indaga en Madrid en la huella de arte oriental en el peninsular
Un día lluvioso de otoño, ya hace mucho, tras acompañar una exposición de pinturas españolas al Mie Prefectural Museum, no lejos de Kioto, contemplábamos en la pequeña ciudad de Tsu (literalmente, la grafía que significa una carita sonriente, como la de los caracteres del correo electrónico) una maravillosa colección de pinturas japonesas tradicionales. Tras la visita, y en el arrobo aún en que nos habían dejado las antiguas tintas que decían la niebla por los altos bosques de abetos o el puro instante en que el pato sumerge su cabeza en el río, tuvo algo de chasco que nuestro acompañante japonés nos aclarara que justamente nos habíamos prendado de aquellas pinturas de menos interés, las más segundonas para ellos. Y cobrar conciencia así de alguna irrebasable frontera cultural que por lo visto había penetrado hasta la fisiología reviste una cierta decepción, sin duda, pero también ayuda a comprender las cosas.
Porque resulta que es justamente de ese décalage, de esa extrañeza con respecto al lenguaje en el que despliega su íntegra significación, de donde nace la posibilidad de la apropiación estética de un objeto ajeno. Sin la desactivación previa de lo original (y seguramente sacral) de una caligrafía china o un mandala hindú, no habría posibilidad de importación. El hechizo de las “imágenes del mundo flotante” (eso quiere decir ukiyo-e, la técnica xilográfica que hizo llegar a la Europa de las exposiciones universales las célebres estampas que encandilaron a los pintores modernos y a los diseñadores de papel pintado) es inseparable de esa, diríamos, superficialidad moderna que hace suyo lo tradicional exótico. El encantamiento de Van Gogh ante la lluvia del puente de Hiroshige (y el del español Ramón Gaya ante ambos un siglo después) es simultáneo de la desatención a su sentido primero.
Tras las apoteosis de la chinoiserie dieciochesca y la japonería decimonónica, el siguiente momento fuerte de lo que esta exposición llama, al modo químico, el “principio Asia”, quizá fuera, en efecto, el que tuvo lugar años después de la Segunda Guerra Mundial, de inevitable asociación, claro está, con la abstracción gestual pero también con los paraísos artificiales y la ansiedad evasiva, más o menos beat, de los tiempos de Hartung y Tobey. Para ese vuelo del deseo, a los artistas de Occidente les ha servido por igual zen que tao que sufismo: una vez decantado el “principio” capaz de alentar la escapada hacia lo distinto, la tinta del pato en el agua despliega el mismo espacio de posibilidades que, por ejemplo, el arte de las Cícladas visto en su día por Brancusi; ambos escapan de lo propio que causa el disgusto (concretado siempre en la centralidad del legado grecolatino) y así hacen bueno lo que en terreno no obstante muy diferente llevó a Von Balthasar a decir que todos los enemigos de Roma son amigos entre sí.
Pero, sea como sea, Oriente es ya en la contemporaneidad occidental una tradición que se parece, en gran medida, a un estilo. En él se incluye lo procesual, lo instantáneo, lo vacío y lo mínimo. Esta exposición —abigarrada, atestada, como el gabinete de un viajero que ha logrado reunir unas 600 piezas— indaga en la versión específicamente española. Aunque los antecedentes en la vanguardia son diversos, la figura clave es Fernando Zóbel, un hombre rico, norteamericano-filipino, de gusto refinadísimo. Su protagonismo fue decisivo en la fundación del Museo Abstracto de Cuenca, del que hoy es titular la Fundación March. En torno a él y al diálogo en que entró su japonismo con la abstracción española justamente hacia ese año 1957 del que arranca la muestra, los nombres de Rueda, Feito, Palazuelo o Tàpies cobran su rango. La Universidad Complutense y su grupo Asia de investigación aportan, por su lado, la presencia de otros muchos artistas posteriores de más o menos señalada (a veces incidental) vocación orientalizante: Broto, Navarro Baldeweg, Marta Cárdenas, Aguirre —aquí está La japonesa—, Sicilia, Amat o Yturralde, incluso Juan Hidalgo… No es lo mismo, claro, representar Oriente que remedar sus formas y apropiarse de sus modos. Pero en todo caso, no conozco muchos artistas que no se declaren afines a su espíritu, de igual modo que no los hay que no sean partidarios de la felicidad. Los que hay aquí, y los libros y objetos de sus propias colecciones, constatan desde luego la eficiente acción del principio entre nosotros.
‘El principio Asia. China, Japón e India y el arte contemporáneo en España (1957-2017)’. Fundación Juan March. Madrid. Hasta el 24 de junio.
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