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En estos días se conmemoran los 200 años del nacimiento de Marx, leer 'El capital' sigue siendo una experiencia intelectual
En estos días se conmemoran los 200 años del nacimiento de Marx. Nos separa un abismo de historia, varias guerras mundiales, la revolución rusa, la desaparición de la idea misma de revolución, el capitalismo chino, el imperialismo y la globalización. Sin embargo, a pesar de las críticas que economistas y teóricos han realizado a su obra durante este par de siglos, su lectura es una experiencia intelectual que no tiene que ver solamente con la bella complejidad del estilo ni con la lista de sucesivos influjos, polémicas y malentendidos.
Marx es una experiencia. Algo que los alemanes llaman Erlebnis, es decir: acontecimiento que afecta en profundidad al sujeto y se convierte, así, en parte de su vida. Esto sucede con los grandes escritores y filósofos, solamente con ellos. No es necesario seguir pensando que están en lo cierto ni que sus ideas son acertadas. Haberlos experimentado (erleben) se incorpora a nuestra vida con una fuerza tal que, aunque cambie nuestro pensamiento, continúa operando sobre nosotros la excepcionalidad. Voy a contar mi historia con el tomo 1 de El capital, leído en la traducción del exiliado español Wenceslao Roces, publicada por Fondo de Cultura Económica en México. Mi Erlebnis sucedió en los años setenta, cuando ya estaba en marcha la edición de Siglo XXI, a cargo de Pedro Scaron y traducción de León Manes, impulsada por José Aricó primero desde Buenos Aires, y luego desde el exilio en México. Antes, en los sesenta, había intentado infructuosamente con una síntesis, creo que de Paul Lafargue.
El primer obstáculo para la lectura de Marx era conseguirse el tomo primero de la edición de Fondo de Cultura, un libro que costaba muy caro para los recursos de una joven free-lancer porteña. El libro, de tapa dura, no estaba en las mesas de las librerías, sino en los estantes; por lo tanto (en caso de tomar la valerosa decisión), resultaba muy complicado llevárselo sin pagar, recurso que habría justificado teóricamente el anarquista Proudhon. Las páginas de esa edición eran de un papel muy fino, dificultad suplementaria para subrayarlas y escribir en los márgenes. Por lo tanto, un libro que se prestaba poco y nada.
Algunas lecturas como 'El capital' nos cambian para siempre, aunque después no sigamos suscribiendo lo aprendido
Lo compré en sociedad con otro joven voluntarista, Carlos Altamirano; y tuve suerte porque su formación teórica era mejor que la mía. También poseíamos los tomitos de Roman Rosdolsky, Genesi e struttura del Capitale di Marx (tapas blancas con guardas verdes, en la edición de Laterza, Bari). Yo leía a Rosdolsky en los buses, durante el primer año de la dictadura militar. No eran más arriesgados que los paquetes de folletos que transportaba hacia la periferia industrial de Buenos Aires. Por otra parte, me parecía mejor aprender El capital que esos elementales panfletos repetitivos, que hubieran convertido mi lectura de Marx en algo todavía aún más azaroso e improbable.
Era ignorante, pero tenía razón en persistir, porque algunas lecturas nos cambian para siempre, aunque después no sigamos suscribiendo lo aprendido. Nos cambian para siempre porque nos hacen pasar por una experiencia intelectual difícil. Muchas veces, mientras leía el capítulo primero de El capital, tuve la sensación de que los huesos de mi cráneo hacían ruido, en una especie de representación sonora de mi esfuerzo. Mi cabeza crujía como atravesada por un tornillo. Una experiencia extraordinaria porque yo, ingenuamente, quedaba convencida de que eran los ruidos de un aprendizaje.
Nunca nada me costó más que el capítulo primero sobre la mercancía. Marx lo había previsto, porque escribió en el prólogo: “Los comienzos son siempre difíciles y esto rige para todas las ciencias. La comprensión del primer capítulo, y en especial de la parte dedicada al análisis de la mercancía, presentará por tanto la dificultad mayor”. No estaba mintiendo. También ese primer capítulo tiene metáforas extraordinarias. Cito una: el valor de la mercancía es “un coágulo de trabajo humano indistinto”. Y, en medio de todas las dificultades, definiciones clarísimas: “Un objeto no puede tener valor sin ser útil”.
Después de ese primer capítulo, la acumulación originaria de El capital es un friso histórico, magistralmente escrito, que puede recorrerse sin los dolores de la iniciación: vemos a los campesinos despojados de los bosques y prados comunales, obligados a mudarse a las nuevas ciudades, donde se convertirán en obreros. Todo tiene un aire de novela realista, aunque Marx esté escribiendo historia.
En los apuntes que tomé de esta lectura reconozco mi letra que todavía lleva la marca de la escuela donde me la habían enseñado: redonda, achatada y vertical, la letra joven y disciplinada de alguien que sigue aprendiendo. Eso era, porque estaba convencida de que, si leía esa primera sección de El capital, algo definitivo iba a pasar conmigo y con mi ideología (en esa época no se decía imaginario).
Fue verdad. Algo pasó conmigo. Hice mi primera experiencia intelectual de máxima exigencia. Por primera vez, no era yo la que daba la vuelta a las páginas de un libro. Eran esas páginas las que me daban vuelta.
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