Vino espumoso, etiqueta negra
Ron Lalá salta de nuevo sin red: ‘Crimen y telón’ es un cruce entre sátira, serie negra futurista y homenaje a la escena
George S. Kaufman solía llamar al teatro “el Magnífico Enfermo”. Habría sido un buen título para la nueva comedia de Ron Lalá, recién estrenada en el madrileño Fernán Gómez, aunque Crimen y telón también le viene al pelo: homenaje al teatro con formato de serie negra y futurista. Nunca sabes por dónde te van a salir los ronlaleros: sus espectáculos son instantáneamente reconocibles y al mismo tiempo siempre son sorprendentes y distintos.
Estamos en 2037 en Ciudad Tierra: “Un solo mundo, una sola mente, una sola urbe”. Mandan los ordenadores y se imponen “los tres pilares del Glorioso Gobierno Global: entretenimiento absoluto, gasto extremo, bienestar obligatorio: ser feliz es tu deber”. ¿Se puede decir más con menos? Impera la ley seca del arte y hasta las metáforas son delito. El temible Teniente Blanco (Íñigo Echevarría, ataviado como Gary Oldman en El quinto elemento) quiere enviar a los campos de concentración de Marte a los artistas resistentes, burlonamente nostálgicos de “los buenos viejos tiempos, cuando en España se destinaba más presupuesto a cultura que a armamento y había una librería por cada diez habitantes”. El enemigo de Blanco es el detective Noir (espléndido Juan Cañas), apasionado exadicto a la poesía, su antigua amante, esa femme fatale “majestuosa como un hexámetro pero sencilla como un octosílabo: su cuerpo me encabalgaba una y otra vez hasta llevarme al hipérbaton”. Blanco necesita a Noir (y viceversa): el teatro (Daniel Rovalher) ha aparecido ahorcado en una vieja sala clandestina. ¿Suicidio, asesinato? No hay forma de resumir la trama: es como un árbol ubérrimo que crece en todas direcciones. Noir viaja en un huracán de flashbacks para rastrear las semillas de la emoción escénica.
Los ronlaleros bordan el final más redondo de su carrera, que te deja boquiabierto: como piden los cánones, tan inevitable como imprevisible
Los Ron Lalá se han atrevido con morlacos tan o más afilados: el virus de la Cervantina, o los paralelos entre el Siglo de Oro y el siglo de ahora. Noir camina por callejones oscuros, donde se venden los textos prohibidos y resuenan himnos clandestinos: “A la gente teatrera / se unirán espectadores / desde frontera a frontera / y dirá la Tierra entera: / que el teatro no se muera”.
En el corazón del espacio vacío se topará con el padre fundador del teatro y de los detectives, un tal Edipo. Y con las sirenas que prometen a la gente de la escena “triunfar en la televisión y el cine, y ser trending topic”. Encuentros incontables: el espectro del padre de Hamlet, y Lady Macbeth, y Laurencia y la Dama Duende reclamando el teatro de las dramaturgas. ¿Y esa pareja que recuerda a Tweedledee y Tweedledum? Ah, son Comedio y Tragedio, “dos hermanos que se odian y se necesitan, vitales y letales, armados con lágrimas y risas”. Y no falta un paseo velocísimo por el teatro francés, inglés y español con sus himnos correspondientes, como este: “Lope, Tirso, Moreto y Cervantes / Rojas y Alarcón, sor Juana y Calderón / Valle-Inclán, Lorca, Zorrilla, Mayorga / Nieva y Arrabal…”. Las preguntas se multiplican y pasan de los orígenes al día a día del teatro, con la creciente complicidad del público. Incluso los chistes fáciles son graciosos: “¿Qué es un regidor? Nadie lo sabe. Pero si algo va mal, la culpa es suya”. Y son certeras las inevitables cuitas: “Odio cada pantallita / cada resplandor maldito / y el nefasto sonidito / de una puta llamadita”.
A medida que avanza la acción, vuelve a brillar el ingenio versificador de Álvaro Tato, el relato se complejiza sin perder claridad, y los ronlaleros bordan el final más redondo de su carrera, que deja boquiabiertos a los espectadores: como piden los cánones, un cierre tan inevitable como imprevisible.
¿Han pasado dos horas o apenas hora y media? Difícil saberlo. El ritmo es vertiginoso, marca de la casa, aunque no le vendría mal un poco de remanso para poder paladear la torrentera de ideas, de gags verbales y físicos. Me vuelven los viejos ecos de los padres fundadores: Tábano, Goliardos, los primeros Joglars, Jerôme Savary y el Magic Circus. Celebro la iluminación falsamente sencilla (no ha de ser fácil ese blanco y negro) de Miguel Ángel Camacho y, de igual modo, la no menos aparente facilidad de la puesta de Yayo Cáceres y la belleza de los figurines de Tatiana de Sarabia. Mientras Juan Cañas e Íñigo Echevarría se centran en los roles protagonistas y antagónicos, es difícil calcular los muchos personajes que encarnan Miguel Magdalena y Álvaro Tato. Daniel Rovalher también se multiplica tras su máscara: admirable trabajo, aunque creo que su rostro, de una constante expresividad, hace un tanto innecesario ese aditamento que le define desde que el mundo es mundo. Puestos a pedir (a los grandes siempre se les puede pedir un poco más), eché en falta alguna que otra canción, y que la pieza de rock (inusual en su repertorio) que cierra el espectáculo sea un poco más coreable para que la función acabara en punta. Pese a estos mínimos reparos, el público aplaude, entregado, Crimen y telón.
‘Crimen y telón’, de Ron Lalá. Teatro Fernán Gómez (Madrid). Director: Yayo Cáceres. Intérpretes: Juan Cañas, Íñigo Echevarría, Miguel Magdalena, Daniel Rovalher, Álvaro Tato. Hasta el 28 de enero.
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