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Columna
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Fortuny contra Fortuny

Justo aquello que más celebran en la obra de un artista sus contemporáneos suele ser lo que lo desacredita ante los que vienen después

Antonio Muñoz Molina
Fraile mendigando (1862-1867), acuarela de Mariano Fortuny expuesta en el Prado. 
Fraile mendigando (1862-1867), acuarela de Mariano Fortuny expuesta en el Prado. 

Cioran habla en sus cuadernos de la “melancolía de ser comprendido”. Alan Bennett, en el último volumen de sus diarios, anota con resignación que cualquier cosa que escriba va a ser aceptada respetuosamente por sus lectores, que nadie está dispuesto a enfadarse con él por una afirmación suya, por muy radical que a él le parezca. Hay una pesadumbre y hasta una amargura del artista que no es reconocido, que se sabe o se siente rechazado, y que a veces convierte en orgullo su propia marginalidad, porque le permite incluirse en el catálogo de los que sufrieron en vida un rechazo que solo se convirtió en admiración después de su muerte. Y sin embargo el exceso de admiración también alarma a algunos espíritus angustiados. A lo largo de las páginas de sus Cahiers Cioran anota, con grados diversos de estoicismo, el poco caso que le hacen en el mundo literario de París, y se queja de la superficialidad de los lectores. Pero de pronto recibe unos cuantos elogios, o es agasajado, y le da miedo que esa aceptación sea un indicio de falta de talento.

El escritor se queja de no ser comprendido, pero se queja también de que lo comprendan. Alan Bennett disfruta, con todo merecimiento, del favor de los espectadores y de los lectores, y cada nuevo volumen de sus diarios que se publica es recibido con aprecio y hasta entusiasmo por los críticos en el mundo literario anglosajón. Se siente halagado, pero también, en el fondo, inquieto. ¿Y si lo aprecian simplemente porque no molesta, porque hace algo que se corresponde con el tono medio, con la mediocridad de lo ya muy manido? También hay precedentes históricos, en todas las artes: justo aquello que más celebran en un artista sus contemporáneos suele ser lo que lo desacredita ante los que vienen después. La posteridad, si se fija en algo, se fija en cosas inesperadas, en méritos que casi nadie vio a tiempo, ni siquiera su autor.

La exposición de Mariano Fortuny en el Prado es un buen sitio para divagar sobre estos caprichos de la sensibilidad y la fama. También sobre los peligros del talento. Fortuny es uno de esos artistas de facultades naturales prodigiosas que tienen la suerte de encontrar el mejor ambiente posible para educarlas. Con 20 años estaba aprendiendo en Roma toda la disciplina del dibujo y la pintura académica, con un virtuosismo infalible, arraigado en la contemplación y el estudio de los mejores maestros del pasado. Fortuny aprendió en Roma toda la artesanía formidable de la representación visual, y cuando vino al Prado años después absorbió a Velázquez, a Goya y a Ribera con una especie de apasionada codicia, una voluntad de percibir y hacer suyo cada uno de los rasgos de las maestrías que admiraba. Velázquez, Goya y Ribera corrigen en el aprendizaje de Fortuny el peligro de asepsia del academicismo italiano. Cuanto más limitados los medios que usa, más parece que acierta: en la rapidez forzosa de la acuarela, en la casi taquigrafía del dibujo que aprende de Goya.

Fortuny es uno de esos artistas de facultades naturales prodigiosas que tienen la suerte de encontrar el mejor ambiente posible para educarlas

Un talento así tiene sus recompensas inmediatas, pero también sus peligros. Hay obras que se malogran porque no se hacen bien del todo, y otras porque se han hecho demasiado bien. Más allá de un cierto punto el virtuosismo puede derivar en sobre­abundancia, en exhibición amanerada. Nada despierta más entusiasmo que la maestría evidente: halagado por él, un artista se complace en sus méritos más visibles, que son también los que le cuestan menos trabajo. Es el momento en que la destreza se convierte en malabarismo y pirotecnia y el público rompe a aplaudir puesto en pie y el pianista regresa al piano y ofrece un bis todavía más arrebatador.

En las fotos, Mariano Fortuny tiene una apostura como de concertista arrebatado de la escuela de Liszt o de Paganini, una melena rizada que favorecería mayores elocuencias escénicas. Su extrema fluidez técnica, su propensión a la sobreabundancia se correspondían, peligrosamente para él, con el gusto oficial y popular de la época, que propendía a la acumulación y a la opulencia. Los interiores de algunos cuadros de Fortuny están tan llenos de cosas como esos salones burgueses del siglo XIX que aterraban a Walter Benjamin, que veía en ellos escenarios para cometer crímenes. El atractivo de lo exótico en las artes de ese tiempo es un efecto secundario del gran saqueo colonial. Los artistas viajan a lo que llaman o imaginan el Oriente llevando sus cuadernos, sus cámaras fotográficas y sus cajas de pinturas en la comitiva de los ejércitos europeos invasores. Los ejércitos y los comerciantes vuelven cargados de botín y los artistas vuelven con sus cuadernos llenos de apuntes del natural que les servirán más tarde para sus cuadros de batallas. La pobreza cobra un colorido de exotismo. Los nativos ataviados con sus ropajes o sus harapos pintorescos atraen la curiosidad y avivan la imaginación al mismo tiempo que justifican con su primitivismo y su penuria la ocupación colonial en nombre del progreso.

Fortuny es coetáneo de Manet, pero no lo parece. Su cuadro más célebre, La vicaría, es siete años posterior a Olympia. A Manet Olympia le costó disgustos tremendos. La vicaría confirmó el éxito social de Fortuny. Las mismas razones que en 1870 explicaban la aceptación de ese cuadro —el detallismo, el decorado dieciochesco, la variedad de anécdotas amables— a nosotros nos lo vuelven de un kitsch irremediable, por muy alta que sea su factura técnica.

Las comparaciones son injustas, desde luego: nuestro juicio de ahora tiene un valor tan relativo como el que tendría el de un espectador de 1870. Y además Fortuny murió tan joven que pudo no haber dado la mejor medida de su talento. Cuando más nos gusta, cuando es, o nos parece, más original, es cuando se contiene, o cuando no se esfuerza demasiado. Qué superstición creer que cuanto mayor sea la complicación, el formato, el empeño, mejor será la obra. Con mucha frecuencia ocurre lo contrario. Una acuarela de una duna en la que se ve una franja de mar, un boceto a lápiz de un zaguán en Tánger, el empedrado de un callejón en Granada, el verde umbrío de un jardín, son obras memorables precisamente porque Fortuny no pondría demasiado esfuerzo en ellas. La última pieza de la exposición es una vista de una playa, una vela recortada contra el mar. Quizás murió cuando empezaba a descubrir una forma de pintar que llevaba años insinuándose sin que él se diera mucha cuenta, con la originalidad secreta que puede estar alentando justo a un paso del esfuerzo consciente, de la rutinaria maestría.

‘Fortuny (1838-1874)’. Museo del Prado. Madrid. Hasta el 18 de marzo.

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