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tribuna libre
Columna
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Viejas libretas

Con el tiempo me ha ido desapareciendo el gusto por coleccionar libros en mis estantes. Me han dicho que todo está en la web

Buscaba en vano un libro de Richard Hoggart, que quería citar. Tenía la cita copiada en un archivo, pero sin número de página. Di vuelta a dos estantes de biblioteca y, sin encontrar el menor rastro del gran inglés, encontré dos libretitas que, como si fueran maquinarias de un túnel del tiempo, me transportaron varias décadas hacia el pasado.

La primera es un cuaderno de pocas páginas que repartía la librería Galerna entre sus clientes, cuando ellos (y casi todo el mundo) escribían sobre papeles, anotadores, fichas y otros variados soportes materiales. Yo había resumido allí los resultados de una trabajosa lectura de la sección primera de El capital. Un ejercicio intenso, que había sido precedido por la explicación de algunos capítulos de la Lógica de Hegel, que hoy todavía agradezco al filósofo Jorge Dotti, que ocupó su tiempo en disminuir mi ignorancia. Agujereado casi artísticamente por las polillas, el cuadernito de Galerna es el motivo de que aún hoy recuerde con bastante precisión la teoría del valor, del doble carácter del trabajo, del fetichismo de la mercancía. En fin, un programa que puede parecer singularmente pretérito y que fue, sin embargo, uno de los grandes momentos de mi formación intelectual. Frases inolvidables de una gran teoría: “En la sociedad capitalista, el valor de un producto no lleva escrito en la frente lo que es; por el contrario, convierte a todos los productos del trabajo en jeroglíficos”. Leo mi disciplinada caligrafía y caigo en la cuenta de que, al copiar ese párrafo, me estaba preparando para llegar a Theodor Adorno.

Mi libreta blanca es casi una historia de lecturas compartidas, si se acepta la hipótesis de que yo prestaba libros que había leído. Algunos quisiera volver a mirarlos, pero no recuerdo bien las razones

La segunda libretita que encuentro es de tapas duras, blancas, con esquineros rojos y páginas rayadas. En ella fui anotando los libros que prestaba a mis amigos y, de creer en esas anotaciones, solo un 30% volvía a mis estantes. Seguramente, yo también devolvía solo un 30%, de modo que el balance quedaba más o menos empatado. Media docena de mudanzas pueden haber colaborado en el frustrado regreso de mis libros. Cambiaba de casa y me olvidaba de ellos, de modo que no todo puede atribuirse a la incuria de quienes los recibieron en préstamo temporario.

Esta libreta blanca es casi una historia de lecturas compartidas, si se acepta la hipótesis de que yo prestaba libros que había leído. Algunos quisiera volver a mirarlos, ya que me impresionaron, pero no recuerdo bien las razones: ¿por qué presté varias veces la edición francesa de una novela fantástica y terrible del austriaco Christoph Ransmayr? La novela de Ransmayr, cuyo título trémulo era Los espantos de los hielos y de las tinieblas, narraba un viaje enloquecido por el mar Ártico. Me recordaba a Arthur Gordon Pym, de Poe.

Difundí El Danubio, de Claudio Magris, un libro que yo quería copiar, reescribir, imitar; y que por lo tanto repartí como si esa actividad preparara un proyecto hasta hoy inexistente. Presté varias veces, hasta que se perdió en manos de su último depositario, el estudio de Raymond Williams La ciudad y el campo. Incluso presté (sin recuperación) el ejemplar que Williams me había regalado con su firma cuando fui a entrevistarlo en su estudio de Jesus College, Cambridge, y él se asombró tanto de que lo leyéramos en Argentina, un país cuya lengua no entendía, y así me lo advirtió cuando prometí enviarle el reportaje que acababa de hacerle.

La libretita me avisa (como si no lo supiera) que me falta un tomo de Proust en la edición de Alianza, y Para los pájaros, maravillosas conversaciones de John Cage y Daniel Charles. No han retornado a mis estantes On ­Being Blue, de William Gass, ni (¿cómo se me ocurrió separarme de tal libro?) los cuentos completos de Faulkner; Centuria, de Manganelli; la primera novela de Alan Pauls y la primera de Sergio Chejfec; El país de la dama eléctrica, de Marcelo Cohen, que él me regaló cuando aún vivía exiliado en España; poemas de Cavafi, poemas de Hugo Padeletti; El square, de Marguerite Duras.

También hice circular la primera traducción italiana de Deutsche Menschen, la extraordinaria antología de cartas que preparó Walter Benjamin. Recuerdo la cubierta roja, con fina guarda negra y anchas solapas. La libretita me avisa que presté Deutsche Menschen por primera vez en 1985 y me da el nombre de quien fue el destinatario: José Aricó, el más grande marxista de la segunda mitad del siglo XX en América Latina, traductor de Gramsci al español, cuando todavía no había sido traducido ni al inglés ni al francés.

Presté algunos libros que fueron pioneros en eso que hoy se llama “estudios culturales”: Richard Hoggart, Yuri Lotman, Stuart Hall, Ángel Rama, António Cândido, Real de Azúa. Y, por supuesto, les di curso a mis ejemplares franceses de Pierre Bourdieu y mis traducciones italianas de los formalistas rusos. La última fecha de la libretita es 1995. Desde entonces, dos razones me hicieron abandonar el registro. Primero, aprendí que los libros regresaban o se perdían haciendo caso omiso de mi control. Segundo, me desapareció todo gusto por coleccionarlos. Me han dicho que todo está en la web.

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