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EN PORTADA

Aquí mis prejuicios, aquí siete ‘best sellers’

Al final de una temporada fértil para el género del superventas, invitamos al autor de 'Taxi' a leer títulos destacados. Reflexiona sobre lo que hace que un libro venda mucho y rápido

 Fotomontaje de un ensayo ficticio sobre el 'best seller'.
Fotomontaje de un ensayo ficticio sobre el 'best seller'.

Picaron. Abrí la puerta y me encontré siete best sellers y una nota que decía: prueba con esto. Miré a ambos lados e introduje los libros en casa. Dejó escrito Oscar Wilde que toda poesía mala es sincera. Y uno que se dedica a esto de escribir sabe que en cualquier libro de ficción hay trabajo, ilusión y hechuras de querer hacer arte. Por eso, es torpe mirar desde arriba o desde abajo una novela. En ambos casos sólo atinaras a ver las tapas.

Los prejuicios tienen mucho que ver con la mortalidad —un mal trago para un lector—. La función de estos tipos insidiosos y mal pensados es evitar que perdamos el tiempo. Anticipar una valoración sin prueba y error. No son ni mucho menos infalibles y a causa de ello quizá nos perdamos cosas importantes, pero su porcentaje de aciertos los mantiene a nuestro lado, leales, faltones e intuitivos.

1. Aquí mis prejuicios

Un best seller no sólo es un libro que vende mucho, sino que ese mucho se vende muy rápido. A veces los desastres nacen de las mejores intenciones. De Umberto Eco y El nombre de la rosa viene El código Da Vinci, del mismo modo que del Sandinista! de The Clash llegamos a Manu Chao y Melendi. Citemos a César Aira: “Los best sellers son libros para gente que no lee ni quiere leer literatura”. Habla de entretenimiento masivo que tendrá como soporte a la literatura. Soporte, armazón, excusa. Pero digámonos hasta creérnoslo porque es verdad que no hay nada reprochable en negarse la literatura. Es más, la mayor parte de la gente lo ha hecho, lo hace y lo hará. Pero es curioso que a un lector literario le resulte más chocante que alguien lea best sellers a que no lea ningún tipo de libro.

2. Aquí, don best seller

Los escritores de ‘best seller’ esgrimen cifras para exigir que a peso se dé a lo suyo la consideración de literatura

En el best seller el autor suprime lo indirecto, complejo o incómodo que pueda generarse con la propia escritura. Un libro literario siempre es una reconstrucción fallida, una pieza de nuestro puzle personal e inacabable. No sabemos qué buscamos, no sabemos con qué tendremos bastante, en qué momento abandonaremos la ficción, cambiaremos de mirar igual a lo que creíamos reconocer. En lo literario las palabras dicen muy a menudo otra cosa de lo que dicen —de ahí también la importancia de lo no dicho, de lo anómalo sin dejar de ser verosímil— ni el libro en sí sirve mucho más que para hacer de ti un objeto hermoso pero inútil para la vida práctica. Nada de eso sucede al best seller que si es inútil es por inane. El best seller es redactado en un estilo transparente —salteado con alguna palabra rebuscada como un apellido de rancio abolengo que pueda emparentarlo con un antepasado literario— para que palabras, acciones y personajes sean lo que parecen de un modo radical. La obsesión de ser leídos por una tonelada de lectores hace que no se corra el riesgo de que alguien (una tonelada menos uno, al parecer, es un fracaso) pueda perderse y abandonar la lectura. Es el lema materno de cuando salías de noche con tu hermana pequeña: volved juntos. Por eso las cosas se repiten las veces que sean necesarias, se subraya lo ya señalado con rotulador rojo y uno va echándole páginas de tal modo que para lo que llevas esperando el autobús, seguimos esperando que llegue. Porque un best seller ha de tener —no me pregunten por qué— una burrada de páginas. El lector de este tipo de libros se siente atraído por las cifras elevadas quizá para compensar el desprecio de lo literario. Algo así como: puedo no ser rápido, pero soy fuerte. Páginas, precio, número de traducciones, millones de lectores. Todo ha de ser excesivo. El número de páginas tiene truco. El estilo, por lo general, es tan plano que las páginas se limitan al “de qué va”.

El gran éxito se redacta en estilo transparente. El autor no se arriesga a que el lector se pierda y deje de leer

3. Usted no sabe con quién está hablando

Su avezada estrategia de muchedumbre contra arrogantes déspotas literarios es el consabido ¿vas a llevar la contraria a más de 80 millones de lectores…? Esto… sí. Justin Bieber vende más que Tom Waits y a Trump y a Hitler los votaron millones de ciudadanos libres. Una tonelada de gente sólo es eso, una tonelada de gente. Es cierto que esa tonelada de gente leyendo El código Da Vinci como fenómeno global da para pensar y algunos motivos estarán dentro de ese libro. Pero eso no tiene nada que ver con la literatura. El teatro de Sabbath y El código Da Vinci son igual de parecidos que una pelota de rugby y una de pimpón. Cada una sirve para un deporte distinto. Javier Sierra defiende a Dan Brown y a ese libro en El fuego invisible llevándolo al terreno de que se niega su valor por ser popular. Discutible. Quizá cambiara la percepción si habláramos de que tanto la novela de Sierra como la de Brown —o ya puestos las de Ruiz Zafón— son novelas juveniles a la vieja usanza. La de Sierra entretiene en esos parámetros no adultos, mientras que Dan Brown en Origen, por ejemplo, sigue siendo tan mala novela juvenil como adulta. Aburre, pero además está escrita con desgana y técnicamente mal. La cosa mejoraría algo si alguien le explicara que sí, un adjetivo acompaña a un substantivo… ¡pero no siempre, virgen santa! Y ya que nos ponemos sintácticos, alguien que no merece en mi caso una nueva oportunidad es Charlotte Link—¿De quién te escondes?—, que pasará a mi vida por recuperar los puntos suspensivos, esos amigos que nos salvaron tantas redacciones en el instituto. Tiene Link un montón de frases, expresiones y situaciones bochornosas que han hecho que mis prejuicios asomaran por aquí para decirme aquello de “ya te lo avisamos”.

4. Cómo distinguir a un autor de best seller

Los busco en las ocho solapas, tapas brillantes —el mate no es best seller— con todo tipo de motivos. Suelen no poner el año de nacimiento (Sierra es un valiente y lo pone) y las fotos son limpias como una patena de gente blanca, niquelada, afeitada y maquillada, de ésas que llegan en descapotable un viernes tarde a Retorno a Brideshead. Ni morbo ni vergüenza ajena. Gente distinguida que cena en restaurantes caros. Pero la manera más eficaz de saber si nos hallamos ante un escritor de best seller es que siempre está a la defensiva. Son insaciables. Sacan a colación cifras y listas de más vendidos como para exigir que a peso se les otorgue a lo suyo la consideración de literatura. Tienen algo de nuevos ricos o arribistas siglo XIX en una confusión entre (sus) libros sin segundas intenciones y los tramposos libros con literatura dentro. Sus dardos son la crítica celosa y resentida y el esnobismo de los enterados del momento. Algo de razón tienen. Se les envidia —­dinero, ventas, lectores— y ningunea, pero a veces también se silencian críticas para no pisarse la manguera entre bomberos. En un desesperado intento por defenderse, alegan que a los que no nos gustan sus libros valoramos más el sonajero del estilo que el argumento, y que, ellos, piensan en sus lectores y les sirven historias sin amaneramientos. Es el momento en que volteo la mesa. Con ademán camorrista les exhorto a que me arreen con una de esas historias, pero son apenas manotazos de hilos argumentales obvios, ramplones, leídos mil veces que prometen desenmascarar un secreto que es casi siempre un “¿ah, era esto?”. Pero la paradoja es que al lector de best seller le gusta saber desde el principio lo que va a pasar. Hacer el mismo trayecto una y otra vez, al parecer, reconforta, con personajes de imán de nevera que les hacen sentir bien. Todo pasa como se soñó. El escritor nunca incomoda a su lector en un best seller, sino que le hace creer listo, culto, anticipativo a base de repeticiones y lugares comunes.

5. Final feliz

Pero no todo son malas noticias. El soborno es un libro al que sólo se puede echar en cara a su autor su alma de guionista que lo deja todo en los huesos. Karin Slaughter y La buena hija: lenguaje de vuelo nada gallináceo, diálogos con sentido, excelente psicología de personajes y una estructura narrativa compleja bien resuelta. También el sentido de humor Bridget Jones que exhibe a ratos López Barrio en Niebla en Tánger, páginas del galeote al desguace de Follett por la enjundia de la empresa y sus becarios o el espíritu de espadachín entusiasta de Sierra. ¿Compensa eso los libros que he dejado de leer estas semanas? Me temo que no. Soy un repelente esnob que quiere leer libros que intenten y fracasen en saber de qué va esto de vivir y morirse.

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