Paradójica escritura
A Chesterton se le aplica un método de escritura: la paradoja (que para él es el modo de reconocer la verdad)
Todo escritor ha sido antes un feliz lector, pero llega un día en el que algo le hace cambiar de actitud, un día en el que la pasión cambia de dirección. Ya no le basta con leer, ahora le asalta la idea de escribir, quiere participar de ese mundo asombroso de la ficción como creador. Cuando esto sucede, es habitual que la decisión proceda de la fascinación por un autor o por una literatura. En mi caso, la revelación se produjo cuando leí El hombre que fue jueves, el momento único en que me dije: “Yo quiero hacer esto”, el comienzo de una vocación.
El hombre que fue jueves es una fábula llena de ingenio y de propuestas audaces, que trata del mal y la libertad de elección y despereza la imaginación de cualquier lector. Cuenta la existencia de una tremenda conspiración anarquista de alcance mundial que amenaza a la civilización occidental. El grupo de conspiradores se caracteriza por ser tan ruidoso como misterioso: se reúne a la vista de la gente. En él se introduce con habilidad Gabriel Syme, verdadero héroe caballeresco, bajo el nombre de Jueves, dispuesto a salvar a la humanidad en peligro. Poco a poco va desenmascarando a cada conspirador (tantos como días de la semana) corriendo toda clase de aventuras a cual más sorprendente hasta llegar al número uno, a Domingo. Tras una loca persecución le da alcance y el poeta descubre el verdadero sentido de la conspiración y regresa al punto de partida, donde una joven pelirroja se entretiene cortando lilas mientras llega la hora del almuerzo.
A Chesterton se le aplica un método de escritura: la paradoja (que para él es el modo de reconocer la verdad). Junto al ingenio que supone ese ejercicio, lo que cautiva verdaderamente de él es su jovialidad, su alegría de procedencia medieval, el modo en que disfruta escribiendo y discutiendo, el uso del contraste (más que el de la paradoja), su formidable vitalidad y sentido del humor y su bendita tendencia a la exageración. Todo ello, en un hombre que se convirtió al catolicismo porque era “la religión que menos creencias absurdas exigía” y porque “cuando uno deja de creer en Dios enseguida se pone a creer en cualquier cosa”. De hecho, se admiraba de que la Iglesia de Roma, “que tanto debía de saber sobre el bien, supiera tanto sobre el mal”: esta reflexión ilustra a la perfección su estilo expresivo. Chesterton combina a la perfección su conservadurismo, su inteligencia, su peculiar modernidad y la paradoja, que explica también la aparición frecuente, pero no aplastante, de lo sobrenatural, del milagro incluso; pero un milagro que viene siempre a mostrar el sentido natural de las cosas como, por ejemplo, que “lo más increíble de los milagros es que existan”.
En sus historias el humor legitima siempre lo inverosímil —como vio muy bien Alfonso Reyes— y el simbolismo permite al autor saltar fantásticamente del suceso humilde al comentario trascendental. Así sucede con la proclamación unilateral de independencia (y más cosas, claro) de un barrio de Londres en El Napoleón de Notting Hill, en el discurso apologético de La esfera y la cruz, en la invención de las profesiones más absurdas y coherentes en El club de los negocios raros o en el canto a la alegría de la vida de La taberna errante, donde encontraremos la impagable Hostería de El Ahorcado Alegre. Y, con su toque sobrenatural y su máximo sentido común, la figura admirable del Padre Brown y sus intrigantes y profundos relatos de misterio, que contienen el milagro de su escritura.
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