¿Existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de salvar los toros?
La tauromaquia del siglo XXI está necesitada de innovación y apertura a la sociedad
(En la película La flor de mi secreto, Leo Macías, el personaje protagonista interpretado por Marisa Paredes, pregunta a su marido Paco, -Imanol Arias enfundado en un uniforme militar-: “¿Existe alguna posibilidad, por pequeña de sea, de salvar lo nuestro?”).
La temporada taurina de 2017 tiene un nombre sobresaliente, Iván Fandiño, corneado mortalmente a mediados de junio en una localidad francesa. Una muerte acaecida en circunstancias no suficientemente aclaradas en la envidiada Francia, que tanto deja que desear en la atención médica de los toreros heridos.
La temporada ha dibujado, también, un rictus de desencanto en el semblante de los aficionados. Ha sido, simplemente, un año más, sin recuerdos imborrables, con muy escasas tardes de éxito, anodino, si cabe… Ha prevalecido el triunfalismo sobre la exigencia y lo festivo sobre la emoción. Además, los antitaurinos no han perdido ocasión para escalar un peldaño más contra la fiesta, mientras el mundo del toro no se ha dado por enterado.
Sevilla y Madrid, las plazas más importantes, no han sido los estandartes de una fiesta necesitada de referentes. El empresario Ramón Valencia no acaba de encontrar la llave que devuelva a la Maestranza el esplendor de antaño; y Simón Casas, en Las Ventas, no ha cubierto las expectativas anunciadas.
¿De qué sirven los balances triunfalistas si no se afronta un cambio imprescindible?
La afición está desencantada y desaparecida, y a las plazas acude mayoritariamente un público bullanguero, iletrado taurino, orejero y presto al indulto como moneda de cambio proporcional al precio de la entrada.
Han destacado Antonio Ferrera -el torero más interesante del año- y Paco Ureña -autor del toreo más profundo-; y un grupo formado, junto a otros, por Ginés Marín, Roca Rey, Román y Pepe Moral, entre las novedades. Mención aparte merecen Enique Ponce, incombustible, y Padilla, líder del escalafón con solo 56 corridas, -una de las cifras más bajas desde el año 1900-, y el grupo de las llamadas figuras consagradas, que copan la mayoría de las ferias.
Y en el terreno torista, han sobresalido los hierros de Victorino y Torrestrella, a los que hay que unir toros sueltos de las ganaderías más comerciales, exigidas por los toreros que mandan.
Conclusión: la temporada finalizada se puede analizar desde el triunfalismo habitual, grandes faenas, salidas a hombros, números de corridas, orejas…; es decir, como si no hubiera ocurrido nada, y aún permaneciera la época de las vacas gordas; o desde la serena reflexión sobre un año en el que la fiesta de los toros ha vuelto a poner de manifiesto que sufre uno de los momentos más cruciales de su historia, aunque muchos se obstinen en no reconocer la realidad.
Llega el invierno, se baja el telón, cierran las plazas, los toreros que pueden cruzan el charco, algunas peñas y círculos taurinos celebran jornadas y entregan premios para que el ánimo no decaiga… El taurinismo se retira a un sueño invernal, guarda un silencio siempre preocupante y sospechoso, y espera que llegue el nuevo año con la esperanza de que el temporal antitaurino amaine y la fiesta de los toros encuentre por sí sola el camino perdido.
Llegados a este punto, el problema de interés no es el análisis de la temporada que se fue, sino la perspectiva del horizonte que llegará en unos meses. ¿De qué sirven balances tan triunfalistas como falaces si no se establecen las bases de un cambio que se presenta imprescindible?
El espectáculo taurino, tal como hoy lo conocemos, tiene los días contados.
Existe una premisa fundamental que permanece invariable: si las cosas se siguen haciendo como siempre, el resultado será el que ya se conoce. Si los planteamientos de toreros, ganaderos y empresarios permanecen inalterables año tras año, a nadie debe extrañar que el espectáculo taurino interese cada vez menos por su escasez de contenido.
A la vista está que cuesta un mundo llenar una plaza de toros; los abonados que se pierden no se recuperan, y raro es el festejo en el que brota la emoción. Impera el triunfalismo sobre la exigencia, el toro íntegro y el aficionado sabio están en trance de desaparición, y el taurinismo andante sigue siendo un coto cerrado y secreto, rancio y obsoleto, aislado de la modernidad.
Pero no son pocos los que no quieren entender que los tiempos han cambiado una barbaridad; que esta de hoy no es la España de Joselito y Belmonte, sino la de Ronaldo y Messi, la de las mascotas, de los antitaurinos, de los aficionados acomplejados, y la España de una tauromaquia descafeinada y reconvertida en la fiesta de los toreros que han encontrado en el toro tan noble como tonto su bálsamo de Fierabrás para ser figura con una estética vana y sin contenido ético.
El espectáculo taurino, tal como hoy lo conocemos, tiene los días contados.
¿Qué se puede hacer, entonces? Cualquier cosa antes que mantener la pasividad actual.
Lo primero, y quizá lo más urgente, es atreverse a innovar y cambiar los modos de antaño a la hora de confeccionar las ferias; preguntar a los que pasan por taquilla y pensar en los clientes antes que en los intereses de los toreros; y, lo más importante, ocuparse del toro, el gran protagonista de la fiesta y el personaje más relegado del espectáculo taurino.
Segundo: la tauromaquia del siglo XXI se debe sumergir en la época en la que le ha tocado vivir, lo que significa una decidida apertura a la sociedad actual.
Así, es urgente una campaña de comunicación que muestre la vida del toro en el campo y su aportación al medio ambiente. Es apremiante que los toreros salgan de su particular gueto, se dejen ver y se comprometan con el entorno y con causas sociales, más allá de la rancia tradición del encierro en el campo y repartir autógrafos y selfies el día de la corrida con cara de circunstancias.
Tercero: hay que proporcionar al aficionado taurino un argumentario que fundamente y justifique su fe en la tauromaquia, y lo aleje de complejos, vergüenzas, miedos y pecados. La Fundación del Toro de Lidia trabaja en un documento que tarda demasiado en ver la luz.
Y cuarto: hay que expulsar a los más peligrosos enemigos de la tauromaquia, que no son otros que los muchos taurinos que trabajan cada minuto para que todo siga igual y nada se mueva, aunque su inmovilismo suponga una sentencia de muerte para la fiesta.
La impresión reinante es que la tauromaquia ha perdido el rumbo, y no lo encontrará mientras sus protagonistas no asuman la responsabilidad que la época actual demanda.
(Paco, el marido militar de La flor de mi secreto, responde: “No, ninguna”).
Pero eso solo ocurre en las películas. La fiesta de los toros tiene solución; basta con ponerse a ello…
Babelia
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