Formas en movimiento
Georg Simmel vio lo que hoy se celebra como modernidad líquida en ciudades europeas que conservaban rasgos premodernos
No conozco mejor definición sobre “lo contemporáneo” que la que Georg Simmel ofreció para la modernidad. En los últimos años se ha debatido cuándo terminamos los modernos, cruelmente ahogados en un líquido que recibió varios nombres, casi siempre compuestos con sustantivos antecedidos por el prefijo “pos”. En un libro publicado en 1911, Simmel escribió lo siguiente: “La esencia de la modernidad es el psicologismo y la interpretación del mundo según las reacciones de nuestra vida interior, desde donde todo lo exterior se filtra y cuyas formas son meramente formas de movimiento”.
Impresiona la actualidad de estas breves líneas escritas hace más de 100 años, antes de las redes sociales, los derechos de la subjetividad convertidos en pilares de la civilización occidental, y el respeto por la opinión atinada o desatinada. Me pregunto: ¿cómo pudo Simmel ver estas formas nuevas? Ocurre que los grandes pensadores ven las cosas cuando todavía no se han consolidado. Las descubren en estado de emergencia, y es difícil captar sus rasgos porque están mezclados con lo más arcaico, lo que va a desaparecer inevitablemente, pero todavía no ha desaparecido. Las mercancías que se utilizan como ejemplos en El capital no son caños de acero sin costura o cristales de silicio, sino levitas y varas de lienzo. La teoría del valor y la plusvalía se definió con esos ejemplos, suficientes para un talento filosófico como el de Marx, que no necesitaba conducir el primer automóvil, porque habría debido esperar algún tiempo. El pensamiento puede esperar, pero no por tonterías.
Dos horas en las redes sociales son suficientes para descubrir que la opinión fundada o infundada tiene tanto valor como un dato científico o una noticia chequeada en varias fuentes
Simmel vio lo que hoy se celebra como modernidad líquida, en ciudades europeas que aún conservaban rasgos premodernos injertados con las transformaciones asombrosas de las grandes avenidas y los nuevos sistemas de transporte. No necesitó descubrir a los citadinos flotando en la ola indecisa de sus subjetividades para comprender la forma del presente y del futuro. Hoy sería muy fácil escribir unas líneas como las citadas más arriba. Pero llegarían tarde, ya que pueden aparecer en la monografía de un estudiante de primer año. Por ejemplo: ¿quién no puede afirmar hoy que nuestras subjetividades están flotando en el flujo ininterrumpido de una pantalla de teléfono celular, flujo que no nos animamos a cortar ni cuando nos sentamos a la mesa?
Vivimos en un mundo colonizado por la subjetividad. Dos horas en las redes sociales son suficientes para descubrir que la opinión fundada o infundada tiene tanto valor como un dato científico o una noticia chequeada en varias fuentes. Roland Barthes habría dicho que vivimos en el Reino de la Doxa, es decir de la opinión, del que no hay que excluir todos los prejuicios que acompañan a la opinión como sus fieles camaradas de armas. Una investigación reciente nos avisa que la permanencia de un usuario de redes sobre una noticia periodística cualquiera promedia los 35 segundos. Como es un promedio, hay quienes permanecen más y también menos que ese fatal medio minuto. Aceptemos que la investigación se haya equivocado en sus datos. Pero ¿por cuánto?, ¿por 40 o 50 segundos?, ¿por un minuto? La noticia misma, más allá de los deseos e intereses de quienes escribimos en los diarios, es un medio líquido, donde flotan hasta hundirse todos los cuidados editoriales porque valen tanto como una foto falsa, dos minutos de azaroso vídeo, las creencias más improbables o los desahogos furiosos.
Por lo tanto, interpretar el mundo “en términos de nuestra vida interior” (como lo fraseó Simmel) parece inevitable. Liquidadas las ideologías, jubilados los principios, no nos queda otra cosa que ese cogollito donde nos pensamos libres porque acostumbramos a llamarlo, consoladoramente, nuestra propia vida, esa isla un poco imaginaria. Vale nuestra opinión, como si una orgullosa independencia de criterios externos fuera la prueba de la más completa libertad, aunque simplemente pruebe una sujeción dentro de los propios límites y lo difícil que es reconocerlos.
Puede que las autoridades del saber estén agonizando. La modernidad, como escribió Simmel, es el reino edificado sobre esa agonía. Liberados de las autoridades, la Doxa establece su imperio subjetivo, móvil y caprichoso. Pero estamos en familia: vamos a las redes y por obra del algoritmo nos encontramos con nuestros parientes, es decir, los seres que, como cliquean más o menos los mismos links que cada uno de nosotros, son nuestra nueva familia. “Un mundo interior donde se han disuelto los contenidos fijos”, escribió Simmel hace un siglo.
No se trata de hacer un cuadro de honor simplemente para dejar establecido que Simmel vio este cambio antes que las secciones de vida cotidiana de los periódicos. No es un concurso para ver quién llegó primero a la meta. Simplemente porque no hay meta. Algunos intelectuales pudieron percibir lo que estaba apenas esbozado. Vieron lo radicalmente novedoso a través de los restos de un pasado que perduraba. Hoy esa novedad es el presente.
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