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La necrológica de 35.000 libros

La melancólica operación de embalar su biblioteca en Francia inspira una de las obras más personales de Alberto Manguel

Alberto Manguel, en Mondion en Francia en 2013.
Alberto Manguel, en Mondion en Francia en 2013.getty

En 1931 Walter Benjamin escribió un breve texto sobre la experiencia de desembalar su biblioteca, que se convirtió en una reflexión sobre la relación con sus libros. Ahora, Alberto Manguel, conocido escritor, editor y traductor argentinocanadiense, glosa la operación inversa. Una nutrida biblioteca personal puede ser tanto una bendición como todo lo contrario. La que habían acumulado Manguel y su compañero en su hogar francés ascendía a unos 35.000 volúmenes: para entendernos, quizá tantos como reunirían siete u ocho librerías pequeñas. La melancólica operación de abandonar un lugar que habían hecho suyo, empaquetando su contenido y preservando en lo posible “el orden de los libros” (según la expresión de otro conocido bibliófilo, Roger Chartier), es lo que da lugar a esta obrita.

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Si “elegía” es una composición que lamenta “un acontecimiento infortunado” (y el desmantelamiento de una ingente biblioteca personal lo es), el género de la digresión permite tratar “cosas que no tengan aparente relación directa con el asunto principal”. La palabra clave aquí es “aparente”, y naturalmente tiene trampa, porque, ¿qué no tiene relación directa con el contenido de una vasta biblioteca? Así, el autor puede hablar de sueños, de lenguas desaparecidas, del Quijote y de Bradbury, de diccionarios y de novelas antiguas…

Naturalmente (y esto lo sabía bien Benjamin), tras cada biblioteca hay un impulso de coleccionismo, lo que llevará a Manguel a tratar su elemento simétrico: la pérdida, que en el caso de la familia del autor no es sólo de libros, sino de países, lenguas, orígenes… Pero además, si “toda biblioteca es autobiográfica”, embalarla equivale a “hacer la necrológica de uno mismo”. El sueño de la imposible recuperación aflora en la reconstrucción en realidad virtual que hizo el dramaturgo Robert Lepage de una serie de bibliotecas, entre las que estaba la que Manguel había tenido que abandonar en Francia. O la del primero de los sueños en este terreno: la biblioteca de Alejandría, de la que sabemos menos de lo que imaginamos. Incluso la vuelta de los libros de la infancia: el hallazgo en una librería de viejo de un libro que leía de niño, en idéntica edición, le hace preguntarse: ¿es acaso el mismísimo libro que leyó años atrás, o solamente otro ejemplar?

Este libro, tal vez el más personal de todos los de Alberto Manguel, concluye inevitablemente con su toma de posesión del cargo que ejerció Jorge Luis Borges, la dirección de la Biblioteca Nacional de Argentina. Si su biblioteca personal tenía una ordenación “azarosa”, dependiente de sus caprichos, como director ahora de una institución oficialmente encargada de la memoria libresca de una nación tiene que proyectarla hacia sus usuarios potenciales, para lo que forzosamente tiene que contar con saberes no solamente sobre libros, sino también de “contable, técnico, abogado, arquitecto, electricista, psicólogo” e incluso de “especialista en política sindical”. Y esta es quizá la moraleja que cierra la obra: quien sólo sabe de libros no puede defender los libros.

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