Lo nuevo y lo popular
David Bestué presenta en el Reina Sofía 'ROSI AMOR', una suerte de sustrato emocional de España lleno de bodegones y poesía peninsular

A David Bestué (Barcelona, 1980) siempre le han gustado las dislocaciones semánticas y la tensión entre tiempos históricos. Inventarse gramáticas asociadas a la escultura. Desde siempre ha habido en sus obras una reflexión entre lo físico y lo mental, lo que se ve y lo que se piensa, lo dicho y lo formal. De ahí el apego que tiene por los objetos aparentemente familiares que de pronto son capaces de llevarte muy lejos. Que un tablero sobre dos caballetes te transporte a los Monegros, por ejemplo. O que unos vidrios rotos te hablen de un barranco. Su idea es llevar el lenguaje a la dimensión física a través del material, hacer lírica de piedras y poetas. Indagar en el destilado, en la rima de la mezcla. Que el material pese como la palabra que nombra, permutar el sentido simbólico de las cosas y tensar las metáforas. Eso es ROSI AMOR, la pintada callejera que da título a la exposición que presenta en el Museo Reina Sofía, dentro del Programa Fisuras.
Hay aquí un juego de prefiguraciones y reflejos, y un hilo secreto e invisible de tan fino que uno desea hilvanar. También mucho trío. Tres lugares asociados a las tres salas de la exposición. Tres tipos de materiales: gustativos como la sal y el azúcar, otros que evocan lugares específicos como la arena de playa o las marismas de Moguer y una tercera categoría de materiales asociados con lo corporal: la carne, la sangre, el hueso. También tres técnicas escultóricas: el corte láser, el molde y la reutilización de elementos de diferentes épocas. Un proyecto inteligente, agudo, astuto, pertinente. Y una de las mejores exposiciones de la temporada.

De metacrilato son las primeras obras que encontramos, relojes incompletos que recuerdan a logos de bancos. Y, aunque deconstruidos, lo son. Marcan solo los segundos, obsesivos, y esconden colas ¿de gato? bañadas en deseo. Aluden a la zona de Las Tablas y Sanchinarro de Madrid, barrios que simbolizan el poder, donde se asientan las grandes empresas. Una estética fría y desprovista de afectos que contrasta mucho con la segunda sala, llena de esculturas de resina, con las que Bestué busca encapsular los valores más intangibles de lo popular y lo local. Un canto a lo vernáculo. Los llama, de hecho, poemas, y en ellos lleva al límite la idea de representación, con objetos que ha ido encontrando en paseos por Vallecas. A partir de ellos, ha sacado moldes que ha rellenado con materiales pulverizados de esos mismos objetos. Lo que se diría licuar la materia, darle un nuevo cuerpo a algo antes de desaparecer. También hay un reloj, el original del palacio del Pardo bailando a un tiempo real.
Hay mucha austeridad en estos Poemas de resina, que remiten a los bodegones barrocos españoles y al imaginario de la poesía peninsular del siglo XX: de Juan Ramón Jiménez y Machado a Sánchez Ferlosio y María Zambrano. También a la historia del arte en múltiples capas que se superponen, del conceptualismo catalán a Duchamp pasando por la Escuela de Vallecas. Son las mejores obras de la exposición. La épica en ellas es extrema, y la lírica de los títulos, maravillosa. El Cubo de ciprés con asa de camino, por ejemplo. También Colgador de cerebro y alambre de saliva. O Taburete de plátano con asiento de ajo y ajo de Delfos. Y hasta la Estantería de sal con cántaro y mermelada de Atocha sobre plato de Cerro Testigo. Un trabajo que de pronto se dispara en direcciones oblicuas, tanto hacia las vanguardias como al 11-S.
La exposición acaba en las bóvedas del museo y haciendo alusión a El Escorial, donde Bestué alude al pasado a modo de recapitulación, como simboliza la larga barandilla que aúna rejas y pasamanos de muchos siglos. En el centro del espacio hay un banco de piedra para sentarse y, repartidas por el suelo, varias naranjas de diversos materiales. Parece un cuerpo descomponiéndose. En un segundo estás mentalmente en un patio de Córdoba, con sus naranjas amargas. La iluminación es tenue, de atardecer, como cuando aparecen los ocres en el cielo y el tiempo decrece. Aquí no hay más reloj que el de la historia, aunque búsquenlo fuera del museo, a las doce de la noche, en una obra que se activa solo durante unos instantes.
Toda la exposición funciona como una suerte de sustrato emocional del país, una idea de la historia como algo afectivo. Bestué vuelve a viajar a ras de suelo trazando un registro sentimental, recordando que sólo la poesía tiene esa libertad que la historiografía no tiene. Vuelve, de nuevo, a pensar la idea de España desde dos polos: uno, la España de Felipe II, la del norte, el problema: lo granítico, lo pesado, lo duro, lo católico, el pasado político, el imperio. El otro, la España del sur, la que más le interesa: la popular, la porosa y vallecana. El barro, el trigo, el yeso. El estómago de la ciudad, de Mercamadrid al vertedero de Valdemingómez. Sí, recuerda a una canción. ¿Por qué lo viejo es lo nuevo y lo culto popular? Yo ya lo he comprendido.
‘ROSI AMOR’. David Bestué. Museo Reina Sofía. Madrid. Hasta el 26 de febrero.
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