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Columna
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Monólogos

'Morir de pie' pretende ser la crónica de esos monologuistas aún anónimos, camareros y repartidores de profesión mientras llega el éxito de sentarse a la diestra de Johnny Carson

Ángel S. Harguindey

Los monólogos junto con los programas de cocina, son, probablemente, una de las mayores aportaciones de la moda televisiva actual. Bien es cierto que el género es muy amplio y admite todo tipo de clasificaciones, desde los muy divertidos con su amable ironía, como los de Buenafuente, a esa especie de greguerías inconexas de las que el maestro absoluto es el presidente Rajoy ("España es una gran nación y los españoles muy españoles y mucho españoles", o "La cerámica de Talavera no es cosa menor, dicho de otra manera: es cosa mayor"), sin olvidarnos del trabalenguas de Cospedal sobre el finiquito diferidor que quien diferifiniquite, buen diferidofiniquitador será. Incluso en los programas de tertulias se asiste al multimonologuismo y no digamos ya en algunos púlpitos en los que el sarcasmo es el rey de la casa.

Naturalmente esta eclosión de ingenio no es fruto de la casualidad. Como muy bien señaló nuestro Gómez de la Serna inconexo, "esto no es como el agua que cae del cielo sin que se sepa exactamente por qué", para nada. Esto tiene unos precedentes y un contexto. El contexto suele coincidir con momentos históricos tensos, convulsos. Un ambiente social de cierta crispación parece favorecer el anhelo de reírse, de desconectar de lo cotidiano. Los precedentes en el terreno de la televisión son, una vez más, estadounidenses.

Morir de pie, la excelente serie que emite en la actualidad Movistar, pretende ser la crónica de esos monologuistas aún anónimos, es decir, camareros y repartidores de profesión mientras llega el éxito de sentarse a la diestra de Johnny Carson en su The Tonight Show, que malviven la década de los setenta en una América que asistía al final de la guerra del Vietnam y al Watergate, gentes que seguían con mayor o menor fortuna los pasos de Lenny Bruce o aspiraban a ser los colegas de John Belushi o del Woody Allen precinematográfico. Tiempo, pues, de crujir de dientes y risas.

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