No nos merecemos a Aznar
Bertín Osborne organiza al ex presidente un homenaje almibarado que permite al expresidente adulterar el 11-M, la foto de las Azores y la revolución económica
Hay que reconocer a Bertín Osborne el mérito de haberle arrancado una carcajada a Aznar. Otra cuestión es que fuera una experiencia grata para el espectador sobrio. Y que la hagiografía propuesta el miércoles noche en Telecinco abusara del almíbar y de la hipérbole. Hemos pasado los españoles de no conocer a Aznar a conocerlo demasiado. Una sobrexposición catódica de campechanía y autosatisfacción. Y una concepción del orgullo y de la misión presidencial donde no caben la autocrítica o arrepentimientos: ni la foto de las Azores, ni la gestión del 11-M se reprochaba Aznar en la casa de Bertín.
Viene a concluirse de este melifluo homenaje en prime time la sensación de que no nos merecemos a Aznar y que la memoria colectiva es ingrata con la contribución "revolucionaria" de Aznar a la historia de España, aunque se hubieran agradecido las menciones a la corrupción tanto como se hubieran apreciado los subtítulos. La mezcla del acento texano con la rigidez de los labios redundaban en la impresión de que Aznar era el ventrílocuo de Aznar. Y parecía que estaba en blanco y negro, sobre todo frente al aspecto rosado y borbónico de Osborne en su papel de anfitrión dócil, sobreactuado. Quiere decirse que Bertín enfatizaba la sorpresa y el tuteo. Y que se veía obligado a exagerar el proceso de humanización de Aznar, interpelándolo con recursos coloquiales —"anda ya", "no me digas", "qué me estás contando"— y recreándose en el sentimentalismo. Especialmente cuando trascendió durante la entrevista el flechazo de Ana Botella: "Esta es mía y me la quedo", le confió José María a Bertín.
Mérito tenía el crooner porque Aznar se fue relajando y hasta desinhibiendo. Nunca perdió de vista la vanidad. Ni concedió un elogio a Rajoy —"yo lo traje de Galicia a Madrid"—, ni renegó de la devoción a Di Stéfano y a Fraga, pero las impudicias del programa se esfumaron cuando se hicieron inevitables, duras, explícitas, las alusiones al terrorismo etarra y yihadista. Dijo Aznar, por ejemplo, que el 11-M fue el peor día de su vida, aunque semejante ejercicio de sinceridad y de consternación no alcanzó a reprocharse su negligencia ni su obstinación en el desenlace de la crisis.
Todo lo contrario, Aznar se describía como el mártir de una conspiración y de una conmoción que los socialistas aprovecharon para ocupar la Moncloa. Cumpliéndose así la voluntad de los terroristas: "Consiguieron su objetivo", proclamó Aznar en una reconstrucción ventajista de la masacre terrorista de la estación de Atocha.
Se gusta mucho Aznar a sí mismo. Y debió gustarle aún más la posición acrítica de Osborne. Que le permitía recrearse en su onanismo intelectual y exponer sus recuerdos. Vivir en la Moncloa los mejores años de su vida. Y atribuirse el mérito de haber puesto a remar a los españoles, erigiéndose en timonel del bienestar. Y se dijo modesto Aznar, "orgullosamente modesto", pero llamó "revolución" a su plan de prosperidad económica, de tal manera que el flash de las Azores era su manera de instalarse en el Monte Rushmore y de pasar a la historia trasatlántica.
La peor imagen que Bertín Osborne pudo encontrar en el álbum y en el guion de una entrevista devocionaria, Aznar la convirtió como un mago en su mejor trofeo de caza: "Nunca he tenido una mejor foto que la de las Azores", declaró Aznar con el eco de su propia voz, embriagado de sí mismo y de su autorretrato triunfalista.
La escena prosaica de la cocina se restringió a la preparación de una ensalada de la huerta, tan estimulante como el humor de Aznar, mientras que el número del futbolín se dirimió esta vez sobre la hierba de la propiedad de Osborne. Se lanzaron unos penaltis el anfitrión y el invitado. Y los disparos tenían menos peligro que las preguntas. Porque era un partido amañado. Y porque ya sabíamos la respuesta sobre el futuro político de Aznar: ni vuelve, ni piensa hacerlo nunca. Le disuade de hacerlo seguramente la incomprensión de sus compatriotas. "Todas las grandes naciones son ingratas", decía el ex presidente del Gobierno evocando la soledad de Churchill y la suya propia.
"¿Es verdad que en la Moncloa había un fantasma?", preguntó Osborne a Aznar.
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