Clásicos y modernos: de la jungla de asfalto a la utopía en la jungla
El mercado del cómic no se limita a rescatar grandes hitos; la lista de autores que piden paso para escribir su nombre en la historia del medio es amplia
En los años ochenta, el mundo del cómic patrio vivió una especie de inmensa burbuja de reconocimiento y prestigio. Revistas con títulos tan impactantes como Totem, 1984 o Cimoc fueron abriendo el camino para demostrar que otro cómic era posible, ofreciendo desde sus páginas la revolución de una historieta ya adulta que se vivía en Europa. Recuerdo mi mirada pasmada de adolescente ante las páginas de Corto Maltés o El garaje hermético, que reescribían los géneros clásicos desde la reflexión una y la trasgresión el otro, y recuerdo, ¡cómo no!, la fuerza del trazo expresionista de José Muñoz dibujando los historias de Alack Sinner escritas con Carlos Sampayo. Aquellas primeras páginas eran homenajes casi canónicos al género negro, pero el personaje creció en los recovecos de esas tintas de violento contraste de blanco y negro, en las líneas rotas que definían caras ajadas por la vida. Poco a poco, Sinner fue abandonando la senda de Marlowe y Spade para reconvertirse en cansado testigo de una existencia que no tenía más remedio que vivir. Y así, el protagonismo pasó del detective a los secundarios, del primer plano a unos escenarios que se revelaban rebosantes de anónimos personajes llenos de historias que contar. Muñoz y Sampayo consiguieron un clásico que por desgracia ya llevaba demasiado tiempo alejado de las librerías. Salamandra Graphic toma el testigo y lo edita en un necesario integral que reúne todas las historias que protagonizó el personaje durante sus 30 años de recorrido.
De aquella época hay que recordar también la atrevida experiencia de Rambla, pionera revista autogestionada que vivió convulsos tiempos, hasta el punto de que uno de sus responsables, el dibujante Josep Maria Beà, tuvo que multiplicarse a lo largo de decenas de seudónimos para que la publicación pudiera aparecer cada mes. El autor que experimentó con éxito una ciencia-ficción de surrealismo berlanguiano demostraba ahora una versatilidad sin límite y se atrevía sin miedo a seguir la desvergüenza de Reiser, la experimentación fotográfica, aplicar el estilo del maestro Toth al relato del lumpen o incluso el porno festivo. Sánchez Zamora, Norton, Las Percas, JM o Pere Calsina firmaban obras tan dispares que ni siquiera el ojo más entrenado podía descubrir que pertenecían al mismo autor. Tal fecundidad creativa obedecía a la necesidad, pero de paso certificaba la genialidad de un creador avanzado a su tiempo. Afortunadamente, Trilita Ediciones ha tenido a bien recopilar casi todas estas historias en un lujoso volumen: Josep Maria Beà, el hombre de los mil estilos.
Y, ya puestos a ejercitar la memoria, conviene recordar que en esos años las páginas de El Víbora acogieron las primeras obras de Laura Pérez Vernetti, autora de curiosidad insaciable que ha desarrollado una carrera marcada por la constante exploración de las posibilidades artísticas de la historieta. Desde hace unos años, esa sempiterna inquietud le ha llevado a indagar la traslación de la poesía al lenguaje de la historieta, buscando más allá de la simple representación simbólica de los poemas de Rilke, Pessoa o Maiakovski. El último de los peldaños de este ascenso sin fin ha sido adaptar en Viñetas de plata (Reino de Cordelia) la poesía de Luis Alberto de Cuenca. Versos que se zambullen en la cultura popular y que Laura delimita con su línea limpia, traduciendo el ejercicio de la lectura poética en gestualidad visual.
Pero no nos quedemos solo en la memoria, porque hoy ese prestigio del cómic vuelve con fuerza y la lista de autores que piden paso para escribir su nombre en la historia del medio es amplia, aunque posiblemente uno de los que la comandan con más fuerza sea Olivier Schrauwen. La editorial Fulgencio Pimentel acaba de editar con exquisitez el tercer y último volumen de Arsène Schrauwen, fascinante biografía —inventada o cierta, quién sabe— del abuelo del autor, que narra su particular peripecia vivida de joven en una alejada jungla. Si Herzog exploraba en ese escenario la locura de Fitzcarraldo, Schrauwen construye una biografía que bascula entre lo onírico y lo real, apoyado tanto en un tratamiento gráfico que exprime el simbolismo y las posibilidades narrativas del color risográfico como en una historia que no duda en alternar el humor socarrón con la fantasía e incluso la crítica. Las pocas luces de Arsène sirven como guía a una inusual excursión por una utopía que nunca sabremos si habita en el sueño o la realidad, pero que volverá de forma recurrente a nuestros pensamientos.
Y otro nombre que estará con seguridad en esa lista de clásicos modernos es el de Riad Sattouf, que tras el éxito de El árabe del futuro (Salamandra Graphic) aborda un personalísimo proyecto que cede el protagonismo a una niña de nueve años. En Los cuadernos de Esther (Sapristi Cómics), el dibujante demuestra su habilidad como testigo de la realidad que le circunda, recreando la vida de la pequeña Esther a través de sus testimonios. Frente a las clásicas series que escondían la voz del autor tras un personaje infantil, Sattouf se convierte en la voz de la niña de forma transparente al lector, haciendo de la viñeta una grieta indiscreta por la que se ponen en cruel evidencia unos modelos y comportamientos que la sociedad intenta transmitir a los más pequeños y que, quizá, no llegan como pensamos. Humor de regusto amargo, pero de lúcida eficacia.
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