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Columna
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Futboleros

La serie de terror más escalofriante de la televisión suele emitirse los miércoles, sábados y domingos a juzgar por los gritos, alaridos y blasfemias escuchados

Juan Jesús Aznárez
Diego Simeone, durante el partido de la Liga de Campeones entre el Bayern Leverkusen y el Atlético de Madrid.
Diego Simeone, durante el partido de la Liga de Campeones entre el Bayern Leverkusen y el Atlético de Madrid.FRIEDEMANN VOGEL (EFE)

La serie de terror más escalofriante de la televisión suele emitirse los miércoles, sábados y domingos a juzgar por los gritos, alaridos y blasfemias escuchados durante su proyección. Puede verse en las cadenas generalistas y de pago, bien en casa o en los estudios de grabación. Las imprecaciones, el estrépito de cosas chocando, los nervios y las ansiedades incontrolables son frecuentes durante los episodios de especial intensidad narrativa. La serie se titula “El partido de fútbol”.

Las alteraciones emocionales en las veladas deportivas con amigos, parientes y tortillas de patatas no han sido suficientemente explicadas porque las modalidades son diversas, y las limitaciones de la psiquiatría, evidentes. El aficionado capaz de disfrutar de un derbi regional o una final española de la Champions sin reventar la carótida corre el peligro de ser tenido por un forofo horchata, desdeñable. Casi mejor verla a solas y volver con la peña en el descanso, durante el apaciguamiento de los espíritus y la ingesta de jamón.

Los guionistas de la serie afinan desde que, en 1963, se escuchara la canción protesta de la italiana Rita Pavone: “¿Por qué, por qué, los domingos por el fútbol me abandonas? No te importa que me quede en casa sola. ¿Por qué, por qué no me llevas al partido de una vez?”. Ya no hace falta. La cuota de pantalla es envidiable, y la incorporación de las mujeres al espasmo colectivo, creciente.

No todas lo entienden. “¿Es normal que no se le pueda hablar en un par de días porque perdió el Barça?" El aficionado tranquilo tiene dos opciones: el silencio, o la cobarde abyección: confieso haber simulado brincos de alegría al marcar el equipo contrario para ser aceptado en un bar por un grupo de fanáticos cuyo sentimiento más noble hacia mi equipo era la castración.

Antes de los saltos, había advertido a mi acompañante de que si le parecían excesivos, una sonrisa cómplice con el jefe de la manada podría ser suficiente.

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