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Los enigmas de ‘El resplandor’

Babelia ofrece un adelanto del libro 'Mi vida en rojo Kubrik', de Simon Roy, que bucea en sus obsesiones a través de la misteriosa película

Imagen de 'El resplandor'.
Imagen de 'El resplandor'.

4. Stalyn Kubrik

Principios de diciembre de 1971. La naranja mecánica está a punto de llegar a los cines. Stanley Kubrick, que ni tan siquiera afincado en Londres deja que nada escape a su control, descubre que uno de los cines neoyorquinos que proyectará su nueva película tiene el techo y las paredes pintadas de blanco. Para evitar los molestos reflejos brillantes, Kubrick pide que se repinten las paredes y el techo ipso facto, pero el dueño del cine no cree que, con tan pocos días de antelación, los trabajos estén terminados a tiempo para el estreno de la película, el 19 de diciembre.

Terco por naturaleza, Kubrick no está acostumbrado a recular ante un obstáculo. Desde Inglaterra consulta la guía telefónica de Manhattan, confecciona una lista de las empresas con capacidad de proceder a la instalación del andamiaje y pintar las paredes de la sala y se la hace llegar al dueño del establecimiento neoyorquino. Días más tarde, con la mosca detrás de la oreja, a Kubrick se le ocurre informarse del acabado de la pintura que se ha utilizado: se trata, como él temía, de un negro brillante, el cual produce los mismos inconvenientes que el blanco. Por tanto, bajo las órdenes del puntilloso Kubrick, hay que repintar otra vez. Se aplica un negro mate y el realizador, por fin tranquilo, se mesa la barba y toma el té con su mujer, Christiane, al otro lado del Atlántico. Al fin La naranja mecánica puede proyectarse en Manhattan, en las condiciones óptimas.

—¿Cómo fue trabajar con Stanley Kubrick? —le pregunta el crítico de cine Roger Ebert a la actriz Shelley Duvall una década después de su participación en El resplandor.

La fama de perfeccionista de Kubrick lo precedía, pero ese afán maníaco de repetirlo todo una y otra vez podría interpretarse como un modo de exasperar a sus actores, de llevarlos al límite

—Casi insoportable —confiesa—. Día tras día pasaba la prueba atroz (excruciating) de vérmelas con el personaje de Jack Nicholson, que debía mostrarse desquiciado y furioso todo el tiempo. Y mi personaje, Wendy, tenía que llorar doce horas al día, todo el día, durante unos nueve meses sin parar, a razón de cinco o seis días por semana.

En una escena particularmente intensa, se nos presenta un plano general del jefe de cocina, Dick Hallorann, que tiene una visión de lo que ocurre en el Overlook mientras ve la televisión, tumbado en la cama de su cuarto, en Florida. Se cuenta que Stanley Kubrick obligó a repetir la escena ciento sesenta veces al actor de oficio que ya era Scatman Crothers (Alguien voló sobre el nido del cuco, En los límites de la realidad). Cabe preguntarse por los motivos que empujaron al cineasta a efectuar tantas tomas de ese hombre en estado de trance. La fama de perfeccionista de Kubrick lo precedía, pero ese afán maníaco de repetirlo todo una y otra vez podría interpretarse como un modo de exasperar a sus actores, de llevarlos al límite, de sumirlos en un estado de ánimo frágil similar al de los personajes que encarnan.

¿Y si el verdadero loco de la película fuera el propio Kubrick?

En cierto modo, el escritor, en pleno proceso creativo, se obsesiona con una idea fija. Se vuelve monomaníaco, socialmente intratable. Y eso en los días buenos.

Podemos considerar El resplandor como una fábula negra sobre el proceso creativo. Tomemos el caso de un escritor, padre de familia, que espera con remordimientos el momento en que los niños se metan en la cama para refugiarse en su despacho, abrir el portátil y retomar la escritura de su libro. Se lamenta de que las mejores ideas le sobrevengan furtivamente, como flashes, en la ducha o cuando tiene las manos ocupadas al volante. Se distrae cada vez más cuando le hablan. Y ese interés acaba por absorberlo casi por completo cuando el caos que modestamente trataba de ordenar al principio va definiéndose de forma cada vez más coherente a medida que avanza el proyecto. ¿Cuántos agradecimientos al final de los libros son una forma de disculpa con las personas más cercanas por haberlas descuidado durante esa zambullida al interior de uno mismo, para emerger, extenuado, con una obra por fin acabada?

A Stanley Kubrick, que tenía por costumbre cavilar largamente los proyectos de sus películas antes de concretarlos, que emborronaba con urgencia cuadernos de notas, debían de tenerlo por una bestia extraña, similar a esas personas a las que se les diagnostica un trastorno obsesivo-compulsivo. Antes, de quienes padecían ese trastorno, se decía que sufrían una neurosis obsesiva. Neuróticos, vaya.

Ahora se prefiere una formulación eufemística, incluso un pelín graciosa. toc. Entre los toc existe una categoría singular: los trastornos obsesivo-compulsivos de orden, de colocación, de simetría. Todo muy Kubrick. ¡Toc, toc, toc!, llaman a la puerta. «¿Wendy? ¡Vuelvo al hogar!»

Cuarenta y dos coches hay alineados en el aparcamiento del Overlook al principio de la película, cuando Jack Torrance se presenta para la entrevista de trabajo.

Cuarenta y dos veces exclamará «¡bip-bip!» el Correcaminos en la escena en la que Danny ve la televisión.

En cierto modo, el escritor, en pleno proceso creativo, se obsesiona con una idea fija. Se vuelve monomaníaco, socialmente intratable. Y eso en los días buenos

Mientras sube de espaldas las escaleras del salón del Colorado, Wendy hace amago de golpear a Jack con el bate de béisbol cuarenta y dos veces. La explicación a la obsesión de Kubrick por el número 42 podríamos hallarla en la Biblia. El evangelista Mateo establece, en el capítulo 1, versículos del 1 a 17, que cuarenta y dos generaciones separan a Jesucristo del patriarca Abraham. Una larguísima enumeración a modo de árbol genealógico. Podría uno pensar que al apóstol contable (antiguo recaudador de impuestos y, por consiguiente, ducho en cuentas) le pagaban por palabras.

Entre los síntomas del toc destacan la manía de contarlo todo, todito; la de tocar un objeto un determinado número de veces, par o impar; la de evitar pisar las rayas del suelo, por ejemplo las líneas de las aceras. Entre los síntomas del toc también destaca el miedo a tener un toc, lo cual, irónicamente, puede acabar desencadenando un toc. Los hay que están más tocados que otros. Completamente reventados de la cabeza.

5. Film Filtro

¿Puede a un profesor interesarle enseñar una obra hasta la saciedad sin que un elemento profundo de ésta repercuta en él? ¿Por qué profundizar en determinada película o en determinado texto y no en cualquier otro? ¿Por qué volver a él año tras año, semestre tras semestre? Tiene que haber por fuerza un elemento de encarnación, de conocimiento íntimo, un vínculo apasionado –pasional incluso– entre el docente y la obra artística escogida. Si no, ¿para qué?

A partir de Sainte-Beuve se habla de la crítica biográfica, en la que el intelectual basa su punto de vista en elementos de la vida del autor para arrojar una nueva luz sobre su obra. Conocer, tanto a grandes rasgos como en detalle, la vida de Balzac para ser capaz de juzgar La búsqueda del absoluto o La prima Bette. Porque yo no siempre es necesariamente otro. ¿Puede suceder algo similar con la enseñanza? ¿Una suerte de pedagogía biográfica, una sutilísima forma de egocentrismo que hace al profesor hablar de sí mismo a través de los textos o las películas que estudia y analiza? En ese caso, el examen de las obras se somete inevitablemente al tamiz de la conciencia de quien los propone como objetos de estudio. Y extrapolándolo, se podría llegar a decir que las obras acaban por teñir y hasta moldear ciertos aspectos de la personalidad de sus lectores y, con más razón aún, de los profesores que llevan a cabo una reflexión erudita y profunda del tema. Es como una lenta e insidiosa contaminación, una enfermedad que el maestro se esmera en transmitir –con buena fe– a sus alumnos.

He debido de ver El resplandor por lo menos cuarenta veces; primero parcialmente, cuando tenía más o menos diez años («¿Te apetece un helado, Doc?»); después varias veces por pura curiosidad y posteriormente con regularidad, ya como profesor. Me gustaría creer —yo también tengo un poco de toc— que he visto la película cuarenta y dos veces, pero sé que son muchas más. Como una certeza que va tomando forma poco a poco, me doy cuenta de que el interés compartido por mí y mis alumnos hacia esta excelente película no puede ser el único motivo por el que incluyo sistemáticamente la obra de Stanley Kubrick en mi asignatura. El hastío tendría que haberse apoderado de mí desde hace tiempo si El resplandor no llevara implícitos los síntomas trágicos de una grieta que hay en mi interior.

Es como si la inmersión en el filme de Kubrick me permitiera integrar ciertos elementos turbios de mi historia personal, de mi genealogía macabra

Por el contrario, es como si la inmersión en el filme de Kubrick me permitiera integrar ciertos elementos turbios de mi historia personal, de mi genealogía macabra. Como si por los pasillos laberínticos del hotel Overlook me topara con las siluetas fantasmagóricas de mi pasado familiar. Volver a ver El resplandor una y otra vez no significa ningún castigo, todo lo contrario, es una manera de domesticar el horror, de extraer del guión homicida un posible desenlace feliz. Tanto en la película de Stanley Kubrick como en la novela de Stephen King en que se inspira libremente, madre e hijo escapan in extremis del hacha de Jack Torrance.

Ver, analizar, ver de nuevo y sobreanalizar El resplandor; el exhaustivo examen de esta obra magistral equivale a dejar detrás de mí un hilo de Ariadna que me permite encontrar sano y salvo el camino para salir del asfixiante laberinto del hotel Overlook, huir de la bestia encolerizada que nos persigue a mi madre y a mí desde 1942. Igual que el pequeño Danny, que para salir del laberinto vegetal desanda el camino siguiendo sus propias huellas, yo, guiado por las enseñanzas aterradoras de El resplandor, tendré que volver sobre un pasado espantoso para encontrar la salida hacia la luz y emerger solo del lodazal.

Estetizar el sufrimiento para no tener que mirar el horror a los ojos. Pasar por la criba, decantar, filtrar. Y, como Danny Torrance, obrar yo también con astucia. Estetizar el sufrimiento para hacer rebotar el impacto, poniendo entre el horror real y mi espíritu atenazado una película de ciento cuarenta y seis minutos para que ésta absorba la parte más brutal del choque. Quizá mamá también tendría que haberse refugiado en una obra-colchón, en lugar de dejarse vencer por la vigorosa hiedra de sus malos recuerdos. ¿Quién sabe? Acaso las metástasis del alma no se habrían extendido con la misma virulencia.

A diferencia de mi madre, yo no debo perder nunca de vista el hilo de Ariadna. El único final feliz consiste en avanzar obstinadamente hacia la luz. Aprender a caminar con las cicatrices abiertas. No tengo elección: debo dejar que los rayos de sol lluevan sobre mí como los versículos de un cielo radiante de un magnífico rojo Kubrick.

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