Sacramental
Nos es difícil todavía ahora, transcurrido casi medio siglo desde su óbito, definir con precisión la compleja pintura de Rothko
Nacido el 25 de septiembre de 1903 en Dvinsk, en el noroeste de la Rusia zarista y muerto en Nueva York el 25 de febrero de 1970, a los 66 años, el judío Marcus Rothkovitch, universalmente conocido como Mark Rothko, nombre que eligió en la cuarentena de su edad para mejor adaptarse al país que lo acogió, fue, sin duda, uno de los mejores artistas de la segunda mitad del siglo XX. Al margen de sus excelsas cualidades como pintor, Rothko encarnó un modelo de artista sacramental quizás hoy definitivamente perdido, pero cuya personalidad nos sigue percutiendo con el poderío de aquello que se ausenta dejándonos la huella de una herida imposible de cauterizar. Reflexiono sobre ello tras la lectura de la biografía titulada en nuestra lengua Mark Rothko. Buscando la luz de la capilla (Paidós), de Annie Cohen-Solal.
Nos es difícil todavía ahora, transcurrido casi medio siglo desde su óbito, definir con precisión la compleja pintura de Rothko, aunque cualquiera de sus más sagaces contempladores se percatara o se percate de que estaba transida de elementos trascendentales, incitadores de conmocionantes efectos de recogimiento interior. En efecto, la sorda luminiscencia cromática que emana de sus cuadros de gran formato, embutidos en un par de ventanas rectangulares superpuestas, sin otros límites geométricos precisos, nos evocan, por una parte, la refulgencia de las vidrieras de las catedrales góticas, así como el dorado brillo superviviente de la pintura italiana del siglo XV, pero también, por otra, los deslumbrantes iconos rusos sin edad. En cualquier caso, el agnóstico y progresista Rothko se fue reconociendo a sí mismo como un peregrino por esta senda mística, que se puede frecuentar aún sin ninguna orientación religiosa concreta. En este sentido, se comprende su entusiasmo cuando, primero, descubrió en su amada Inglaterra la entonces pionera experiencia de transformar antiguos lugares de culto en salas de exposiciones artísticas, pero, mucho más, cuando entró en contacto con el matrimonio franco-estadounidense De Menil y éstos le encargaron, en 1965, que pintase una serie de paneles para decorar una capilla multiconfesional ubicada en Houston, la ciudad texana donde residían.
Como la de algunos miembros de su generación, la fama de Rothko y su floreciente asentamiento profesional se produjo durante la década de 1950, alcanzando la apoteosis de su reconocimiento público y su prosperidad económica en 1961, cuando se celebró una magna exposición de su obra en el MOMA de Nueva York. Paradójica, pero significativamente, este éxito le llenó del desconcierto y la zozobra que ensombrecieron sus últimos años, aunque le sirvieron al menos para ahondar mejor en la sima de su arte. En 1958, recibió el formidable encargo de decorar el principal comedor de un fastuoso restaurante de lujo, el Four Seasons, ubicado en el impresionante edificio Seagram, una lucrativa empresa, que finalizó tras un arduo trabajo, pero que el pintor finalmente se negó a instalar porque odiaba el suntuoso lugar y su función recreativa, donando años después los paneles pintados a la Tate Gallery de Londres. Aprensivo y receloso, las exigencias de Rothko como artista aumentaron hasta considerar intolerable la exhibición de su obra en ningún espacio público de naturaleza profana. En 1968, sufrió un grave accidente cardiovascular que le mermó físicamente y le encerró más en sí mismo. Se suicidó un par de años después, sin tener la oportunidad de ver terminada la hoy célebre y muy visitada Capilla Rothko en Houston, durante cuya ejecución escribió a sus comitentes lo siguiente: “La magnitud, en cada nivel de experiencia y significado en la que me has involucrado, supera todas mis concepciones previas. Y me está enseñando a superarme más allá de lo que creía posible”. Quizás no haya una reparación estética de la banalidad mundana sin este insuperable estímulo sacramental, o así lo pensaba Rothko y lo demostró.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.