Un verano musical: Glyndebourne
Impresiona hasta qué extremo ha sido exhaustiva y polifacética en Reino Unido la celebración del año Shakespeare. Una cuestión de Estado que abochorna el año cervantino y que repercute en el compromiso de la sociedad civil. Y también al revés, pues ocurre que la cultura no necesita en Gran Bretaña la implicación de las administraciones para observarse como una prioridad de la iniciativa privada.
Lo demuestra el Festival de Glyndebourne en la edición shakespeariana de 201, tanto por la alusión explícita al Sueño de una noche de verano (versión operística de Benjamin Britten) como por la iniciativa de programar Béatrice et Bénédict, la última ópera de Hector Berlioz, la menos grandilocuente, la más sensible y camerística de su repertorio.
Era un homenaje al patriarca Shakespeare y una elegía a la muerte de su propia esposa. Había sido Harriet Smithson tanto Ofelia como Julieta en la cartelera del París romántico. Y se había casado con ella Berlioz en una suerte de mestizaje cultural, pues era Smithson irlandesa. Y era Berlioz un compositor “acomplejado” por la genialidad de Shakespeare, aunque se atrevió a escribir —música y libreto— su propia versión de Mucho ruido y pocas nueces. Y a exponerla a los estereotipos de opéra cómica, aunque sin incurrir en el histrionismo ni en el peligro de la sal gorda.
Prevalece la ternura, la sensibilidad. Nada tenía que demostrar ni demostrarse el viejo Berlioz cuando le encargaron la ópera en Baden-Baden (1862). Lo que sí hizo fue despojarse de la megalomanía. Y concibió un dúo en el desenlace del primer acto que podría durar hasta la eternidad. Una música inmaterial. Una liberación de las formas. Shakespeare fue para Verdi su testamento en el regazo de Falstaff. Y lo fue para Berlioz en el equívoco del ruido y las nueces. Los dos compositores escogieron el tono y el vuelo de una comedia. Para reírse de sí mismos en el umbral del cementerio.
Son los presupuestos con que el director artístico Laurent Pelly ha concebido una lectura premeditadamente grisácea. Como las fotos de las bodas antiguas y como si el amor estuviera expuesto a la incertidumbre de las nubes en una noche de verano.
Y de bodas y de amor habla Béatrice et Bénédict, amantes incapaces de reconocer su atracción hasta que los accidentes de la ópera les disuaden de su obstinación. Por eso Pelly repuebla la escena de grandes cajas de cartón. No sólo útiles para construir el urbanismo de una ciudad imaginaria —castillos en el aire—, sino para ir ocultando y desvelando al espectador la magia de las sorpresas que se alojan dentro de ellas. Como si fuera la ópera una fábula. Y como si Berlioz fuera el gran demiurgo al que no vemos y sí intuimos.
Esencialidad
El mayor acierto del montaje consiste en el formidable trabajo de actores y en la naturalidad con que la música respira en escena. Mérito de Pelly en su extrapolación dramatúrgica a las nubes. Y cualidad de Antonello Manacorda, cuyo papel de concertador en el foso implica asumir que Berlioz había escrito una ópera que hubiera cabido en una caja de música, ya que de cajas hablamos. Y que hablamos de esencialidad. No se oye ni de lejos el bramido de su ópera Los troyanos. Berlioz escucha hacia dentro el latido del corazón.
La moderación concierne al pudor con que están escritas las arias, los dúos, los tercetos. Se escucha el aliento embrionario de Beethoven, como una fuerza telúrica de un volcán lejano, pero también se intuye a Jacques Offenbach y se predispone el lirismo que cultivaría Richard Strauss. Béatrice et Bénédict no es un pecado de vejez, sino un testamento esencial al que dieron hondura en Glyndebourne las voces de Stéphanie D’Oustrac, Sophie Karthäuser y Paul Appleby en una noche de verano con poco ruido y muchas nueces.
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