Y ahora, ¿cómo exponer a El Bosco?
Poder ver el cuadro en sus capas, rodearlo, desvela la historia expandida de la obra, un ente vivo que sólo espera un ojo perspicaz que la rescate de su hastío
He tenido que recorrer varias veces la exposición de El Bosco en el Prado para entender el juego prodigioso que se ha establecido con una pieza que, aunque extrañísima, es más que conocida para los habituales del museo. En esta ocasión El jardín de las delicias ha perdido parte de su aire de familia y acaba por atrapar en unas transformaciones que la hacen más bella si cabe, más misteriosa, pero sobre todo más frágil, instando impaciente al visitante a recorrerla desde una nueva y curiosa intimidad que parece reducir el tamaño y subrayar las intensidades.
Las mejores obras de arte nunca se quedan quietas, son volátiles, se transforman dependiendo de la época, las restauraciones, las interpretaciones sucesivas; su ubicación en el espacio, el ars combinatoria en cada momento. Me ocurre con Las señoritas de Avignon, uno de mis cuadros favoritos. En cada visita al MoMA las mujeres en su escenario establecen conmigo el delicioso flirteo del travestimiento: a veces el espacio se ha hecho más contundente; otras se escabulle cohibido. En algunos viajes el cuadrado insólito del lienzo adquiere una forma más rectangular; los colores se hacen más suaves o más agudos. Da lo mismo que me repita cómo la obra no es en realidad lo que percibo ese día. No sirve de nada reconstruir en la memoria la obra “real”. El humor de la tarde, la melancolía, las preocupaciones, incluso las conversaciones con otras obras a las que han cambiado la ubicación, hacen que el cuadro salvaje se me escabulla como un extraño.
En el caso de la exposición del Prado, las cosas son más inquietantes si cabe, pues el milagro –subrayado en El jardín de las delicias- no se produce por la proximidad de obras extraordinarias que se complementan y, paradójicamente, se cancelan unas a otras en una seducción complicada de describir para quien no le haya percibido en las propias salas. El milagro surge de un montaje que ha propiciado en los cuadros algo parecido a la intimidad, una dimensión de gabinete de las maravillosas que tuvieron de partida y que la forma habitual de exponerlas ha amortiguado durante siglos. Poder ver el cuadro en sus capas –gran hallazgo de este montaje-, rodearlo, desvela la historia expandida de la obra, un ente vivo que sólo espera un ojo perspicaz que la rescate de su hastío. Ahora queda un reto –y no menor. Después de establecido este nivel de lectura, ¿cómo resignarse a la antigua estrategia expositiva? Es el desafío que el Prado tiene ante sí –por otro lado tal vez parecido al que tuvo con Las Meninas o Las pinturas negras, por citar dos ejemplos. Una narrativa, por tanto, en constante conversación con esa mirada que impone lo consuetudinario como única fórmula de relato y que aquí ha sido brillantemente subvertida.
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