La palabra
Tomás Gómez cuenta que abandonó la política, que ya solo se dedica a ejercer de profesor universitario y de asesor financiero y económico
Hay referencias líricas, entre la tristeza y la reivindicación, en torno al significado de seguir poseyendo la palabra. Blas de Otero escribía y Paco Ibáñez lo cantaba: “Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré como un anillo al agua, si he perdido la voz en la maleza, me queda la palabra”. Y en varias películas de Sam Peckinpah existe un conflicto moral sobre lo que supone dar la palabra. En Grupo salvaje, Pike Bishop le grita exasperado a su amigo Dutch Engstrom: “¡He dado mi palabra!”. El pragmático Dutch le responde: “No importa tu palabra, sino a quién se la das”.
Y no puedo evitar el recuerdo de poema y cine tan singulares acerca del compromiso que implica la palabra y otorgarla como aval cuando entrevistan en la tele a un señor con expresión de conejo resabiado, antiguo profesional de la política, de nombre Tomás Gómez, al que la justicia acaba de exculpar de su responsabilidad en la turbia movida de los tranvías de Parla, exigiendo lógicamente las disculpas de aquellos que le acusaron y asegurando que de lo único que dispone es de su palabra. La señora que lo entrevista le recuerda con socarronería que tratándose de políticos la palabra no garantiza nada definitivo. Pero muy rápido de reflejos, el tal Gómez le contesta: “¿Ocurrirá lo mismo que con la palabra de los periodistas?”. Su entrevistadora pasa con celeridad a otro tema. Gómez cuenta que abandonó la política, que ya solo se dedica a ejercer de profesor universitario y de asesor financiero y económico. Demasiadas cosas. ¿No habíamos quedado en que su único bien era la palabra?
Y oigo más cosas melifluas en la boca de los políticos durante esta semana especialmente siniestra. Nunca le presto demasiada atención al aburridísimo Echenique, pero últimamente me sorprende con su simbología aún más cursi que malévola sobre la fuerza del amor y la necesidad de segar las malas hierbas. Él sabrá.
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