El fuego y la palabra
Madrid acoge el estreno escénico de 'Moisés y Aarón', la ópera de tintes filosóficos que Arnold Schönberg nunca llegó a completar
Los escritos y la correspondencia de Arnold Schönberg están llenos de frases lapidarias: el compositor vienés era tan preciso y rotundo combinando sonidos como ensamblando palabras. En la tercera edición de su Tratado de armonía (1921), que bastaría casi para entronizarlo como uno de los grandes músicos del siglo xx, leemos, por ejemplo: “Las leyes que gobiernan a un hombre de genio son las que gobernarán a futuras generaciones de hombres”. Y es que el austriaco se tuvo siempre por alguien llamado a cumplir una alta misión. “¿Es usted Arnold Schönberg, el famoso compositor?”, le preguntó alguien. “Bueno, alguien tenía que serlo”, fue la lacónica respuesta de quien decidió cargar con la incómoda responsabilidad artística e histórica a la que se creía predestinado: socavar la rígida jerarquía de la tonalidad tradicional, haciendo añicos sus férreos y seculares cimientos armónicos.
Así nacería, primero, la música atonal y, más tarde, tras lo que su discípulo Anton Webern denominó un “interregno” de 14 años, las primeras partituras dodecafónicas, aunque también en estas Schönberg consideró su prioridad imbricarse en la tradición, perpetuarla, por más que la hiciera adentrarse en un mundo ignoto y sin precedentes conocidos. Por eso a nadie puede extrañar que su op. 23, cinco piezas para piano de la “primera fase experimental” de la dodecafonía, se cierre con un delicado vals. Esta democratización absoluta de las relaciones tonales (cada nota de la escala es igualmente importante, desaparecen los polos de atracción y el concepto de disonancia se desprovee de contenido) fue abriendo una brecha entre la nueva música y unos oyentes que en su mayoría se sintieron alienados, acentuando así el complejo de persecución del compositor: “Los adversarios me han llamado un constructor, un ingeniero, un arquitecto, incluso un matemático —no para halagarme—, debido a mi método de composición con 12 notas. (…) Llamaban a mi música seca y me negaban la espontaneidad. Pretendían que lo que yo ofrecía eran los productos de un cerebro, no de un corazón”, escribió en 1946.
“Los adversarios pretendían que lo que yo ofrecía eran los productos de un cerebro, no de un corazón”, escribió el compositor
Pero el austriaco nunca se arredró. “Los artistas son profetas”, afirmó en 1835 Robert Schumann, quien años después auguraría la llegada mesiánica de Johannes Brahms. Su frase parece premonitoria de otro futuro advenimiento, el de Arnold Schönberg, abocado a crear musicalmente un Moisés —el profeta y libertador por antonomasia— más imponente, atormentado, complejo y severo que la figura plana y desdibujada de los oratorios Los israelitas en el desierto, de Carl Philipp Emanuel Bach, y Moses, de Max Bruch, o de la ópera Mosè in Egitto, de Rossini. Inicialmente, y hasta 1930, su Moses und Aron iba a ser también un oratorio, un género sobre el papel más acorde con la plasmación musical de la historia bíblica. Al decidir transformarlo en ópera, Schönberg buscaba quizá que corriera mejor suerte que La escala de Jacob, un oratorio que inició su accidentada gestación en 1911 y que nunca sería completado. Moisés y Aarón, sin embargo, acabaría siguiendo su estela y quedaría también inconcluso para siempre.
En una carta a Vasili Kandinski fechada el 20 de julio de 1922, Schönberg revela, aquí casi como un secreto de confesión, el porqué de una religiosidad siempre latente: “Cuando te has acostumbrado, en relación con tu propia obra, a apartar todos los obstáculos, a menudo por medio de un inmenso esfuerzo intelectual, y en esos ocho años te has visto constantemente enfrentado a nuevos obstáculos contra los que todo pensamiento, todo poder de invención, toda energía, todas las ideas, demostraban ser inútiles, para un hombre para quien las ideas lo han sido todo, esto significa el colapso a menos que se haya apoyado cada vez más en otra creencia más elevada. Creo que nada le explicaría esto mejor que mi libreto La escala de Jacob (un oratorio): me refiero —si bien sin todas las cadenas organizativas— a la religión. Ese fue mi único sostén durante esos años: sea dicho esto aquí por primera vez”.
El padre de la música atonal estaba abocado a crear un Moisés, el profeta y libertador por antonomasia
Nacido judío, Schönberg se convirtió al protestantismo en 1898, pero, tras huir de los nazis, expresó “su deseo formal de regresar a la Comunidad de Israel” el 24 de julio de 1933 ante el rabino de la Union Libérale Israélite de París, y así figura en un documento que firmó como testigo el pintor Marc Chagall. El año anterior había concluido en Barcelona la composición de los dos primeros actos de Moisés y Aarón, que es, de alguna manera, una extensa glosa de un solo versículo del libro del Éxodo (4,10), parte del diálogo entre Dios, que le habla desde una zarza ardiente, y Moisés, que le confiesa: “Yo no tengo facilidad de palabra, ni antes ni ahora que has hablado a tu siervo; soy torpe de boca y torpe de lengua”. Para Schönberg, Moisés no puede hablar porque sabe que Dios es inefable y cualesquiera palabras deformarán inevitablemente a quien, en el arranque mismo de la ópera, él mismo califica de “único, infinito, omnipresente, invisible e inconcebible”. Desde el principio, las cartas boca arriba.
La realidad es que, no sin dificultades para hacerse entender, Moisés sí habla en la ópera: lo que no puede hacer es cantar. De ahí que, frente al lirismo casi belcantista de su hermano Aarón, y con una sola excepción, se exprese por medio de la Sprechstimme, que Schönberg había definido en la partitura de su Pierrot lunaire como una “voz hablada que contribuye a la forma musical”. La imposibilidad de Moisés para expresarse es el correlato de la incapacidad que se apoderaría del compositor durante 20 años para poner música al tercer acto, condenado eternamente a la condición de mero texto mudo.
Supersticioso, para evitar que el título tuviera 13 letras, Schönberg decidió quitar una al nombre de sus protagonistas
Profundamente supersticioso, y dispuesto a evitar como fuera que el título de su ópera tuviera 13 letras, Schönberg decidió quitar una al nombre de sus protagonistas, refiriéndose a ella bien como Mose und Aaron (en una carta a Alban Berg del 10 de abril de 1930 desde Baden-Baden) o como —la opción definitiva— Moses und Aron (en otra carta a su antiguo discípulo, que acababa a su vez de hacerle partícipe de cómo avanzaba la composición de su propia Lulu, del 25 de julio de ese mismo año desde Lugano). Hay elementos de Schönberg, claro está, en los dos hermanos, pero cuesta menos imaginarlo como el implacable Moisés (pensamiento) que como el pragmático Aarón (acción). Un par de semanas después, el 9 de agosto, Schönberg informó a Berg de que había acabado por fin de componer la primera escena. Y tras decirle que en su obra resulta indispensable “examinar cada palabra, cada frase, desde diversos ángulos”, le confiesa: “Hoy apenas recuerdo lo que me pertenece, lo que aún me pertenece: pero hay una sola cosa que debe concedérseme (insisto en ello): todo lo que he escrito guarda una precisa semejanza intrínseca conmigo mismo”. Amén.
Arnold Schönberg, Moses und Aron. Director musical: Lothar Koenigs. Director de escena: Romeo Castellucci. Teatro Real. Madrid. Del 24 de mayo al 17 de junio.
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