Rosas (y algún cardo) para San Valentín
En la anglosfera, los 'valentines' y las 'valentinas' se obsequian muchos libros, una buena costumbre que se nos va pegando poco a poco
Felicidades, enamorados: mañana es vuestro día. Poco importa en qué quedaba la celebración antes de que los comerciantes victorianos descubrieran en la onomástica del mártir romano un eficaz pretexto de consumo nada conspicuo, consiguiendo que hasta la puteada working class (la de los slums de Dickens y Gustavo Doré) enviara postales a los objetos de su amor. Por aquí desempolvaron el festejo Pepín Fernández (Galerías Preciados) y Ramón Areces (El Corte Inglés), dos emprendedores de posguerra, para reanimar el comercio en temporada baja y democracia orgánica y tentetieso. Como todo el mundo está (o desea estar) enamorado, el potencial es enorme. Y algunos, además, consumen por partida múltiple (tengo una amiga cuarentona y cougar a la que gusta regalar “un detallito” a cada amante). En la anglosfera, los valentines y las valentinas se obsequian muchos libros, una buena costumbre que se nos va pegando poco a poco. Claro que este año no disponemos de un sex seller tipo Cincuenta sombras de Grey, que durante dos temporadas se convirtió en el regalo valentiniano más socorrido; ahora se vende mucho menos, quizás porque hasta los sex sellers terminan experimentando la modalidad editorial de la célebre disforia poscoital, el bajón o depresión que afecta a algunos tras la práctica del sexo. Lo más (mayoritariamente) vendible a la vista son los probables superventas de Julia Navarro (Historia de un canalla, Random House; ya en las librerías), Santiago Posteguillo (La legión perdida, Planeta; 23 de febrero) y, en otro nivel, Cinco esquinas (Alfaguara; 3 de marzo), del maestro Vargas Llosa, cuyo enamoramiento propio funcionará como la mejor promoción posible y que, dadas las circunstancias, podría convertirse en la encarnación contemporánea del más entusiasmado valentín.
Cervantina
Si hay un par de truismos indiscutibles es que el amor es ciego (y, a menudo, sordo) y que surge cuando uno menos se lo espera. El joven Werther, por ejemplo, se enamoró perdidamente de Charlotte cuando la vio cortando pan negro para la merienda de los niños, una de las situaciones menos excitantes que se me ocurren (aunque quién sabe). En todo caso, no hay amor feliz, como escribía Louis Aragon (“mi bello amor, mi querido amor, mi desgarro / te llevo en mí como un pájaro herido”) en un hermoso poema al que puso música Brassens. Claro que Cervantes, que sabía tanto del amor que hasta se permitía tomárselo a broma, resolvió en la venta de Juan Palomeque, convertida para la ocasión en un teatral “palacio de Venus”, los amores de Cardenio, Dorotea, Luscinda y don Fernando, cuatro bienaventurados sufridores de Eros. Por cierto que fue allí también donde el ventero lleva a cabo una defensa apasionada de las novelas: “Me han dado la vida”, resume el posadero (Quijote, I-XXXII); y eso que los libros de caballerías, que eran los que gustaban al ventero y a don Quijote, estaban entre los más caros del mercado. Claro que, a diferencia del Hidalgo, que “leía el mundo para demostrar los libros”, como afirma con lucidez Foucault en Las palabras y las cosas (siglo XXI; traducción muy mejorable), el ventero tiene los pies en el suelo y no confunde realidad y ficción. Si, enamorados o no, están interesados en las lecturas del Hidalgo y todo lo que las rodeaba, les recomiendo vivamente La biblioteca de don Quijote, de Edward Baker, recientemente reeditado por Marcial Pons.
Cántaselo
Valentín, valentina: si no sabes cómo decírselo, cántaselo. Dos libros recientes pueden venir en tu ayuda. Toma interior (Malpaso; incluye e-book) recoge en edición bilingüe las letras de las mejores canciones de Van Morrison, uno de los grandes cantautores de finales del siglo XX. Canciones sobre gente corriente, que trabaja o está en paro, que sueña o ha dejado de hacerlo. Y que se ama como puede, tal “como hacen los jóvenes amantes” (The Way Young Lovers Do): “Nos sentamos en nuestra propia estrella / y soñamos en cómo éramos / y en cómo querríamos ser”. El otro es Canciones de amor (Turner), de Ted Gioia, el autor de libros tan importantes en su género como La historia del jazz o El canon del jazz (ambas en Turner). Gioia, que sabe cómo conectar con sus lectores, explora de modo gozosamente ameno en su último ensayo la historia (desde los cantos de fertilidad de Mesopotamia en adelante) y la evolución de la canción de amor, es decir, de “la música para esos momentos en que bajamos la guardia, nos quedamos indefensos y aceptamos la riqueza de nuestra vulnerabilidad emocional más profunda”. La misma vulnerabilidad que llevó a Calisto, varios siglos antes del surrealismo, a proferir una de las más célebres y rotundas formulaciones de amour fou de toda la literatura: “Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo”.
Pauperización
Tras el amor, permítanme que regrese a la prosa del mundo. Según los datos del ISBN, en 2015 se publicaron en el apartado de ficción 12.013 títulos, un 15,8% del total de los editados. A pesar del leve descenso respecto a años anteriores, lo cierto es que, en cifras absolutas, las novelas siguen llevándose la palma del comercio del libro. Claro que la competencia en la mesa de novedades es mucha, y las ventas de los best sellers están lejos de alcanzar los niveles precrisis. En cuanto a los novelistas, lo cierto es que, casi sin excepciones, ganan mucho menos que antes. Los anticipos se han recortado sustancialmente e incluso hay editores que ya sólo ofrecen el porcentaje de ventas (por no hablar de los grupos editoriales que complementan sus ingresos cobrando por publicar, un negocio hoy rampante). El oficio de novelista experimenta una progresiva depauperación que se nota especialmente en el abarrotado segmento de quienes no consiguen vender mucho o colocar sus obras en las mesas de novedades más allá de 15 días. Y no sólo en España, donde las entidades de gestión o las asociaciones de escritores no suelen publicar muchos datos sobre la situación económica de los escritores, sino en países en los que, como Reino Unido, el escritor ha gozado en el pasado de mejor consideración social. Según datos de la Authors’ Licensing and Collecting Society, mientras que en 2005 el 40% de los autores vivían de la escritura, en 2013 solo lo hacían el 11,5%, una situación que va empeorando a medida que aumenta la brecha de desigualdad entre los escritores mejor y peor pagados.
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