Una conversación interrumpida
Rubio Llorente tenía una idea pragmática, apasionada y exigente del valor de las leyes para la convivencia en libertad
Un miércoles al mes, durante bastantes años, he asistido a una comida que presidía Francisco Rubio Llorente. Se convocaba con unas semanas de antelación, y si estaba en España yo no me la perdía por nada del mundo. La última a la que asistí fue a fines de octubre o principios de noviembre. También esa fue la última vez que estuve con Rubio Llorente. Se le veía más frágil, y se movía con algo más de dificultad, pero estaba tan lúcido y tan animoso como siempre, presidiendo con su autoridad sin énfasis y su benevolencia irónica aquellos almuerzos conversados en los que a veces nos reuníamos hasta 20 personas. Escribo en pasado porque él ya no está, y porque sin él no sabemos si perdurará esa costumbre, que llevaba la marca de su actitud hacia el mundo: reunir a personas de saberes, profesiones e inclinaciones políticas y vitales muy variadas y ponerlas a conversar sobre los asuntos del día en un comedor privado en un restaurante, en torno a un almuerzo sabroso pero no complicado ni opulento, y dividiendo la cuenta entre todos por igual.
Las comidas y las cenas españolas se dilatan con frecuencia en duraciones pavorosas, en las que yo siempre veo aproximarse el fantasma claustrofóbico de El ángel exterminador, de Buñuel. Las comidas de Paco Rubio, como las denominaban los asiduos, podían animarse y hasta acalorarse mucho, pero en poco más de dos horas el fundador las daba por terminadas, con una destreza para gobernar reuniones que sin duda le venía de sus años de trabajo en la Constitución de 1978. Rubio Llorente era un hombre muy sabio y muy experimentado, con una formación intelectual y jurídica de muy alta calidad, fortalecida por su larga experiencia directa en el desarrollo de la legalidad democrática en España. Pero era también, sin rastro de pedantería o de arrogancia, un humanista interesado en la literatura y en las artes, incluida la música, y un conversador fascinado lo mismo por los grandes asuntos de complejidad desalentadora que por la textura de las peripecias menores y ese tipo de detalles secundarios y exactos en los que está contenida la tonalidad particular de un momento, el carácter privado de un personaje público.
Que Rubio Llorente era un sabio se comprobaba escuchándolo hablar pero también viéndolo escuchar
Rubio Llorente traducía sus conocimientos teóricos y su experiencia política en dictámenes de una perfecta claridad matizada de escepticismo, en un habla lenta y meticulosa, limpia de jerga pero rica en matices de agudeza e ironía y en referencias literarias. Cuando hablaba, con los hombros cargados, mirando de abajo arriba, algunas veces con una servilleta protegiéndole la camisa y la corbata, había una correspondencia entre los rasgos angulosos de su perfil y la elocuencia antigua de sus manos, con ese aire de raíces endurecidas que le daban los años. El intercambio de pareceres o de conocimientos —a cada uno de los comensales en algún momento le tocaba contar algo de lo suyo, de lo que sabía, de lo que andaba haciendo, de lo que había presenciado o escuchado— era solo una parte de la atmósfera de un almuerzo: importaba mucho también el deleite compartido de la comida y del vino, el de la variable compañía, el contraste de los mundos diversos de los que procedía cada uno. Formábamos parte, en el fondo, de una especie de grupo experimental en el que Rubio Llorente ponía a prueba sus convicciones sobre las posibilidades del pluralismo, la discrepancia y la concordia, y sobre el modo en que unas cuantas formas simples aceptadas por todos hacen más rico y provechoso un debate y favorecen una convivencia satisfactoria, abierta y racional entre personas muy distintas.
Que Francisco Rubio Llorente era un hombre sabio se comprobaba escuchándolo hablar, pero también viéndolo escuchar. Para corresponder a su atención inquisitiva uno se esforzaba en contar mejor aquello que sabía o que había vivido y en expresar su opinión con un máximo de fundamento y de claridad. Vivimos una época de abaratamiento mental en la que la juventud, por sí misma, se considera un mérito político, y en la que las ocurrencias indumentarias o capilares se presentan como declaraciones de principios. Rubio Llorente, a los ochenta y tantos años, mantenía una devoradora curiosidad intelectual y política, un espíritu tan afilado en la gravedad como en el sarcasmo, una conciencia imperiosa de la necesidad de examinar qué es lo que merece preservarse y qué hace falta cambiar, dónde han estado las equivocaciones, qué cabe en la medida de lo deseable y de lo posible. Soledad Gallego-Díaz, que lo conoció muy bien, recordaba en estas páginas la participación decisiva de Rubio Llorente en los preparativos de la Constitución, y también su certeza de que hacía falta reformarla, para corregir errores de origen y para lograr que siga relevante en un país muy distinto del que existía en 1978.
Tenía una idea pragmática, apasionada y exigente del valor de las leyes como fundamento de la convivencia civil en libertad y del buen gobierno como garantía de la solución racional de los conflictos y de la primacía última de los intereses generales. Casi tan imperdonable como la corrupción, y aliada a ella, le parecía la irresponsabilidad política. En un país donde no respetan las leyes ni los mismos que las han promulgado y donde grandes zonas de la Administración han sido colonizadas por el clientelismo o el sectarismo, Rubio Llorente defendió siempre y puso en práctica una actitud intransigente de servicio público. Como ha escrito Manuel Aragón, “fue un modelo de conducta y nunca se prestó a servir intereses parciales”.
En España afirmaciones así despiertan una incredulidad cínica. Pero uno veía en Paco Rubio, como en el siempre añorado Francisco Tomás y Valiente, una rectitud republicana, en el sentido más noble y preciso de la palabra, la noción de que la soberanía popular es inseparable del imperio de la ley y de la división de poderes, y de que los ideales políticos se ejercen a diario en el comportamiento personal, y también de que la educación pública, la sanidad pública, la justicia social, la seguridad jurídica son condiciones esenciales de la autonomía plena del ciudadano y de la igualdad ante la ley.
Al día siguiente de su muerte, los habituales nos encontrábamos en el tanatorio con una sensación de extrañeza y casi orfandad. La mayor parte de nosotros solo nos veíamos en las comidas mensuales. Faltaban tres días para la próxima cuando nos llegó la noticia. Nos dijeron que permaneció lúcido y vital hasta el último día, leyendo una novela de Anne Michaels, manteniéndose al tanto de la calamitosa actualidad (que le provocaría, conociéndolo, arrebatos de desolación y de ironía), inseguro de si tendría fuerzas para asistir a la comida y la conversación del próximo miércoles, en la que habría tanto que desmenuzar y discutir. Se encontraba débil y lo habían ingresado sin apuro en una clínica para hacerle pruebas que no parecían augurar nada alarmante. Pasó el día con tranquilidad, charlando y leyendo, y murió mientras dormía. A veces una persona buena, inteligente y justa tiene la vida y la muerte que merece. •
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