Mundos Morandi
Uno descubre en el pintor la audacia del que es extemporáneo porque su arte brota de quién él es y no de lo que imponen otros
En una galería de Chelsea, una exposición casi confidencial de Giorgio Morandi me depara una hora de contemplación y me deja luego sumido en toda clase de cavilaciones. Hay un número suficiente de cuadros, pero no demasiados, de modo que ni la mirada ni la atención se fatigan. Están repartidos en tres salas, diáfanas de espacio y de luz pero no desmedidas. En torno a cada cuadro hay un espacio suficiente para disfrutarlo mejor, a la manera de esos márgenes generosos que tenían antes los libros mejor editados. Es una mañana de este noviembre templado que parece de otras latitudes, y en el camino hacia aquí los ojos ya venían adiestrándose en la observación de las cosas bajo una luz tan limpia y precisa. Aparte de un paisaje de los los primeros años treinta, uno de esos paisajes de Morandi que son tan sobrios como sus bodegones, todas los obras pertenecen al último período de su vida, de los años cuarenta a los sesenta. Son los años del fascismo, de la guerra, de la ocupación alemana de Italia, de la resistencia y el desembarco aliado y el lento avance destructivo y sanguinario hacia el norte; y después los de la negra postguerra, y el estallido de la recuperación, el júbilo vital tocado de amnesia y delirio que retrató Fellini en La dolce vita; y también del triunfo del arte abstracto americano y el contraataque figurativo y sarcástico del pop.
Uno descubre en Morandi la audacia del que es extemporáneo porque su arte brota de quien él es y no de lo que imponen otros
De nada de eso hay el menor rastro en estos cuadros de Morandi. Parecen tan ajenos al tiempo en el que se pintaban como los bodegones de Sánchez Cotán a los sobresaltos de la Europa de las guerras de religión y al lento desmoronamiento barroco de la monarquía española. En 1943, Morandi pinta más o menos el mismo catálogo limitado de objetos que seguirá pintando en 1963: la botella, la caja de lata, la taza, la otra botella de cuello largo y panza redonda, la aceitera, los tarros, el paño de cocina, la jarra. Las historias de artistas y escritores, desde el Romanticismo, suelen acentuar el heroísmo de la desmesura: la vida de Morandi, igual que su pintura, parece la búsqueda obstinada del mayor grado posible de limitación. No solo vivió en Bolonia toda su vida sino que además no cambió de domicilio desde que era niño. El mayor viaje formativo de su juventud lo hizo a Florencia, que estaba a poco más de una hora de tren. Probablemente la mayor influencia moderna que recibió fue la de Cézanne, pero la primera vez que viajó a París, ese destino obligatorio de cualquier artista de entonces, tenía sesenta y seis años. En Florencia, los volúmenes austeros y los colores amortiguados de los frescos de Giotto y Masaccio le dejaron una influencia que iba a durarle toda la vida. Muchas veces, pintado al óleo, Morandi elige tonos tenues, incluso apagados, que se parecen a los de los frescos deteriorados por los siglos en las iglesias de Florencia. Y esas botellas, esas aceiteras y jarras, se yerguen en un espacio despojado como santos de Giotto, como figuras cubiertas por mantos y togas en los frescos de Masaccio y de Piero della Francesca.
Hace unos años, una gran exposición antológica en el Metropolitan reveló toda la amplitud de la obra de Morandi, el arco completo de su aprendizaje y de su biografía. Esta vez se trata de un proyecto más íntimo. Morandi es mucho más él visto en dosis tan cautelosas como las que él mismo ejercitaba: en la escasez de medios se revela la fuerza expresiva que puede lograrse con muy poco, la riqueza escondida en lo común y lo cercano, la variedad que resulta de la observación y el manejo de lo que solo superficialmente es monotonía. Decía el físico Richard Feynman que no hay nada que mirado con algo de atención no pueda resultar apasionante. Como un científico que ahonda durante muchos años en un ámbito muy reducido de la experimentación, o un músico que explora las posibilidades de un tema musical breve y muy simple, Morandi resume el mundo no ya en su ciudad natal o en la casa donde ha vivido siempre, sino, más limitadamente aún, en una mesa común de cocina, sobre la que se agrupan, se separan, se cambian de disposición, unos cuantos objetos. El efecto es como el de ese gusano o esa abeja o mariposa que en un poema breve de Emily Dickinson comprime todo el espectáculo de la naturaleza. En una foto célebre se ve a Morandi, ya viejo, vestido con formalidad, observando algo con las gafas levantadas sobre la frente, con una expresión absorta y un aire como de asombro y de capitulación, como reconociendo que después de tantas tentativas, de tantas horas, de tantos años, el misterio de la presencia visual de las cosas siguiera siendo inabordable.
Hace unos años, una gran exposición antológica en el Metropolitan reveló toda la amplitud de la obra de Morandi
Doy vueltas de una sala a otra, y cada vez que vuelvo a mirar un cuadro noto algo que no había advertido antes. Cuanto más los observo más me doy cuenta de todo lo que hay de distinto en lo parecido, y de lo fantasmales que pueden llegar a ser los objetos diarios. Nunca hay dos cosas que sean exactamente iguales, avisaba Primo Levi. Con los años, Morandi se fue emancipando de la rotundidad de Cézanne, o más bien se aproximó a lo que había hecho Cézanne con las acuarelas y los dibujos. Las figuras primero se despojan de peso y luego van perdiendo el volumen, igual que el espacio ya no ofrece la ilusión de la profundidad. La mesa no es una superficie plana y definitiva, sobre la cual se asientan firmemente las cosas, sino una franja de color o un horizonte brumoso. Eso tan cercano es una gran lejanía. Lo concreto y tangible se disuelve en veladuras como sombras, en extensiones delicadas de materia que le hacen a uno pensar en otro místico y otro recluso, Mark Rothko. Pero lo contenido de la escala lo mantiene todo a ras de tierra, en el ámbito atemperado de lo familiar y de los saberes prácticos y poéticos del oficio.
Algunas exposiciones, como algunas películas y libros, se borran en el momento en que uno las deja atrás y pasa a otra cosa. Morandi se queda conmigo, y las cavilaciones que instiga en mí no son del todo confortadoras. Vive uno con la antipática imposición, interna y externa, de esforzarse en ser contemporáneo, y en Morandi descubre la tranquila audacia del que es extemporáneo, no porque se lo proponga, sino porque le salido así, porque su arte brota limpiamente de quien él es, y no de quien desearía o preferiría ser, o de lo que esperan e imponen los otros. Y también vive y trabaja uno con la ansiedad de abarcar más, de descubrir algo que será mejor, de encontrar en otra parte lo que cree que le falta donde está, de romper con lo que ha hecho antes, poner tierra por medio, borrón y cuenta nueva. Sin moverse apenas, sin angustia visible, Morandi estuvo siempre en su sitio, en su mundo, en el centro del mundo, igual que William Carlos Williams en su consulta de pediatra de pueblo o Emily Dickinson en su jardín clausurado de Nueva Inglaterra.
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