Terror y feminismo
Los cuentos de Edith Wharton no inquietan por sus ecos de ultratumba, sino por su sensibilidad para entender los cambios
Nuestras pesadillas van cambiando con los siglos. Y la literatura de terror ha ido retratándolas. Las primeras novelas góticas aparecieron durante la segunda mitad del XVIII, en pleno triunfo de la Ilustración. El monje, de Lewis; El castillo de Otranto, de Walpole, y luego vampiros y frankensteins varios decoraron el universo con catacumbas y espectros. Llegaba la reacción romántica a la Edad de la Razón. Se extendía la sospecha de que los humanos no éramos tan cartesianos. De que acechaban en nuestro interior oscuras cavernas e instintos animales. Y la violenta experiencia lo confirmaba: el Marqués de Sade, ese gran narrador gótico, consideraba que las historias de terror eran fruto “indispensable” de la Revolución Francesa.
Pero la revolución de los ingleses, la industrial, creó un lector diferente: escéptico y materialista, con poca paciencia para los súcubos demoniacos. Para él, autores como Oscar Wilde y Henry James cambiaron los monstruos por las pasiones. En El retrato de Dorian Gray, el verdadero enemigo espeluznante es el narcisismo del protagonista. Otra vuelta de tuerca puede entenderse como un brote psicótico de la atormentada institutriz. El enemigo ya no viene del más allá. Lo llevamos dentro. Y eso da más miedo.
La neoyorquina Edith Wharton (1862-1937) admiraba a estos autores. Su novela La casa de la alegría bebe de la ironía aristocrática de Wilde. La edad de la inocencia despliega el mismo amor por el detalle que Retrato de una dama, la misma meticulosidad para retratar el volcánico interior de un personaje a través de su gélida conducta exterior. No es extraño, pues, que Wharton haya probado fortuna con estos Cuentos inquietantes, que navegan entre el cuento de fantasmas y el humor negro.
La autora recoge el testigo de manos de sus maestros y da un paso más hacia la narrativa actual. En cuentos como ‘El veredicto’ o ‘La duquesa orante’, lo sobrenatural se mantiene en la sombra de lo oído o creído, confundido con otros pequeños misterios e incertidumbres, y eclipsado por grandes temas, como los secretos de alcoba o la legitimidad del arte. ‘Una botella de Perrier’ y ‘Un viaje’ exploran el territorio de lo macabro con un humor que prefigura a Roald Dahl, o a las revistas de misterio presentadas por Alfred Hitchcock.
En la mayoría de estos textos, sin embargo, lo inquietante no viene del más allá, sino de la almohada de al lado. Los cuentos de Wharton retratan los miedos masculinos ante las nuevas situaciones de su tiempo, como el divorcio (‘Los otros dos’), la obligación del éxito (‘Un cobarde’) o las responsabilidades paternas (‘La misión de Jane’). El único relato abiertamente fantasioso, ‘La plenitud de la vida’, pone en escena una ácida burla del matrimonio.
Bisexual, divorciada y esposa engañada, Edith Wharton entendió que la siguiente revolución sería la de las mujeres, y que eso producía pánico en los hombres. De ahí tomó el material para unos cuentos que no inquietan por sus ecos de ultratumba, sino por su sensibilidad para entender los cambios sociales.
Cuentos inquietantes. Edith Wharton. Traducción de Lale González-Cotta. Impedimenta. Madrid, 2015. 336 páginas. 22,50 euros.
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