Celeste Aida
Se pregunta uno qué sentido tiene añadir a la colección de discos una nueva versión de Aida. Y se responde uno que tiene mucho sentido después de haber escuchado la versión de Antonio Pappano.
Le arropa un reparto extraordinario sin referencias italianas –Kaufmann, Harteros, Tezier-, pero el mérito embrionario de esta maravilla discográfica creo que reside en el recurso implícito, invisible, de la intensidad.
E intensidad no es volumen. Es la tensión dramatúrgica con que el maestro italo-británico –o al revés- tanto expone los pasajes líricos, contemplativos, como recrea los momentos espectaculares y dramáticos, siempre desde el escrúpulo cromático y consciente de los matices.
Se desprende de la intensidad una homogeneidad y una continuidad dramático-musical que no son fáciles de lograr en un estudio, precisamente porque las interrupciones y las obligaciones técnicas, horarias, logísticas, impiden que la “función” se alimente de su propia inercia, como ocurre, sin embargo, con los espectáculos en vivo.
Fue la gran proeza de Solti con su Anillo en estudio para Decca, lograr que hubiera una tensión acumulada, no ya en cada capítulo de la tetralogía, sino en la imponente proposición del conjunto. Solti enjaezaba las cuatro óperas para redondearlas en una sola.
Y Pappano hace lo mismo, salvando las proporciones y las distancias, suscitando un estado de emoción que se prolonga desde el pianissimo inicial hasta el desenlace en que sucumben Radamés y Aida, exactamente como si la función y la historia se estuvieran desenvolviendo en directo.
Tiene entre sus dedos Pappano la Orquesta Santa Cecilia de Roma. Y consigue que los cantantes puedan desafiar el rendimiento –vaya palabrota- de los mejores repartos del catálogo discográfico.
Empezando por Jonas Kaufmann y su estado de gracia. Y por el milagro con que afila el sobreagudo de Celeste Aida. Y por su personalidad fonogénica, componiendo un Radamés oscuro e imponente, refinado y poderoso, distinguido y militar.
Resiste el duelo la Aida de Anja Harteros en sus cualidades temperamentales. Una recreación dramática que resuelve con autoridad los retos vocales y que proporciona al personaje una gran complejidad. Como si realmente fuera sorprendida Harteros en el sortilegio de una función, transida del lirismo y del sacrificio hasta identificarse en el magma de las entrañas de Verdi.
Quizá no le convenza a la crítica italiana un reparto tan extranjero, pero no creo que pueda objetarse un nacionalismo patriótico ni a la colonización germana de Kaufmann y Harteros, ni a la nobleza del francés Ludovic Tézier (Amonasro), ni puede –aquí tenemos más dudas- que a la Amneris poderosa y poco refinada de Ekaterina Semenchuk.
Hay un cierto feísmo en la composición de su personaje, pero la exageración de la diva rusa le conviene a la corpulencia de una grabación tan celeste, tanto, como el inicio de su aria más conocida. El único reproche se le puede -y se le debe- hacer al Ramfis de Erwin Schrott, demasiado tosco y vulgar en un cofre de semejante altura, pero, supongo, mercadotécnicamente atractivo en el énfasis comercial con que ha sido concebida esta fabulosa Aida del siglo XXI.
Babelia
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