Bizarro
Los críticos contemporáneos más sagaces de Ingres lo calificaban de “chino”
Salvo en lo que se refiere a la escasa cofradía de colegas contemporáneos con talento, hay artistas a los que la fortuna siempre les resulta adversa, incluso cuando son aclamados. Un caso simpar al respecto fue J. A. D. Ingres (1780-1867), reconocido por su maestro David, por el británico Flaxman, por Degas, Gauguin, Toulouse-Lautrec, Matisse, Modigliani y, sobre todo, por Picasso. Y, sin embargo, hasta hace bien poco, refractario ante el juicio de la mayoría de críticos e historiadores del arte. Esto ya, de entrada, convirtió en un escollo su proyección literaria, incluso en un momento en que los artistas se convirtieron en una figura legendaria, transformados en héroes de ficción. También es cierto que la morigerada vida de este longevo artista, que se casó dos veces por el procedimiento nupcial de conveniencia, y de biografía irreprochable, sin más escándalos que los que produjo hasta cierto momento su obra, careció del mordiente romancesco para activar la desenfrenada imaginación de los novelistas y dramaturgos de su época y de la nuestra, cautivados por las existencias rebeldes y perdularias, para los que una vida trágica, preñada de lances escandalosos, era mucho más importante que la singularidad revolucionaria de una obra.
Ingres fue el único en llevar hasta el final unos postulados sin los cuales no habría podido tener lugar el cubismo
A partir de estas premisas, y sin siquiera batir ningún pico en el mercado, se comprende que sea difícil hallar una proyección literaria explícita a partir de Ingres. Los más avezados escritores franceses, competentes en la materia, como Baudelaire y Gautier, sí se percataron de su genio bizarro, por utilizar la expresión que le dedicó el autor de Las flores del mal, pero todo ello formulado con cierta reluctancia, con reservas antipáticas. Así y con todo, la novela de mayor proyección mítica que se ha escrito sobre un artista de ficción, La obra maestra desconocida, de Balzac, donde un pintor llamado Frenhofer, activo durante el primer tercio del siglo XVII, enloquece en pos de la quimera de lo magistral, siempre me pareció que implícitamente cuadraba con Ingres mejor que con cualquiera de los más estruendosos de sus contemporáneos románticos. Porque Ingres, relacionado inicialmente con los radicales ultraclásicos del romanticismo de la línea, quizá fue el único en llevar intransigentemente hasta el final unos postulados, sin los cuales no habría podido tener lugar el cubismo, la clave de la bóveda de todas las vanguardias hasta la actualidad. Por lo demás, como el Frenhofer de Balzac, Ingres buscaba la cifra del universo a través del desnudo femenino, dio la espalda al mundo sin manifestarlo, cual un filósofo o un monje del arte, y acabó convirtiendo la erótica belleza de la mujer en un amasijo abstracto de líneas con el único resto figurativo discernible de un pie perfecto, quizá porque le faltó tiempo para emborronarlo. La única diferencia entre ambos consistió en que Ingres, a diferencia de Frenhofer, no se suicidó al ser consciente de lo que destructivamente había hecho, pero, renunciando a este patético final, prefirió envejecer y, de esta manera, ser también, por el exceso de la insistencia, un dandi.
De todas formas, algo de impenetrablemente misteriosos había en Ingres como para que sus críticos contemporáneos más sagaces lo calificaran de “chino”, como Théodore Silvestre, que, al contemplar su Edipo y la Esfinge, lo describió como la obra de “un chino extraviado por las ruinas de Atenas”, y, sobre todo, Baudelaire, que afirmó que “su pintura es plana como un mosaico chino”. Exacto: la obra de un pintor que no cejó de embutir en la planitud bidimensional de un cuadro la falsa ilusión perspectiva de las tres dimensiones: la bizarrería de ese loco que alumbró el arte moderno casi sin darse cuenta.
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