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MÚSICA / ENTREVISTA

William Christie: “Huyo de la manía de querer comunicar con parafernalia”

El creador de Les Arts Florissants, debuta en Madrid con la Orquesta Nacional y obras de Charpentier y Rameau. “No se necesitan adornos para llegar al corazón del público”

Jesús Ruiz Mantilla
William Christie.
William Christie.Gorka Lejarcegi

De la misma manera que Nikolaus Harnoncourt colocó en una nueva dimensión a Johann Sebastian Bach y nada volvió a ser igual desde que iniciara su revolución barroca en la Viena de los años cincuenta; igual que, un poco más tarde, Jordi Savall desempolvara toda una estela de tesoros musicales ocultos desde la Edad Media, William Christie ha sabido revitalizar el legado de toda una vertiente fundamental en la música europea: la de la Francia de Luis XIV.

Llegó de la Costa Este americana tratando de no enrolarse en la guerra de Vietnam. Desde Buffalo (Nueva York) fue a parar al París resacoso del 68, atraído por lo que pudo aprender antes en Harvard y Yale, cuando se formó allí dentro de unos rigurosos reductos con futuro dentro de la música antigua. Mantuvo una tortuosa relación maestro-alumno con Ralph Kirkpatrick, su mentor en el clave. Hoy es un gurú revitalizador de los repertorios barroco, neoclásico y renacentista a cargo de su grupo, Les Arts Florissants, y su escuela de jóvenes talentos, Le Jardin de Voix.

Debuta los próximos días 13, 14 y 15 con la Orquesta Nacional de España, en un clima de euforia mutua. El director está deseando probar el instrumento ilusionado por la savia joven de su nuevo responsable, David Afkham. Los músicos, ansiosos por dejarse llevar a los más sofisticados recovecos del pasado. Lo harán guiados por esta leyenda viva del Barroco que les adentrará en su programa compuesto por una selección de la Medea de Charpentier y Les Boréades, de Rameau.

Según Christie, cuando se quiere realmente escuchar, no necesitas montajes caros: “Puedes lograrlo con vestuarios de lo más modestos y orquestas reducidas"

Antes, en su casa de París, cercana a la plaza de la Bastilla, nos recibía en su salón con clavicémbalo para repasar una carrera a conciencia. Christie es un refugiado estético en París, adonde dice haber llegado en plena euforia de principios de los setenta. Un pálpito que recuerda hoy como tesoro moral en mitad de la creciente idiotez xenófoba presente y una mala digestión por la polémica equiparación de los derechos homosexuales: “En España lo sabéis bien. Han sido muy generosos en contraposición a las reacciones completamente bobas aquí. En este país, que me ha dado todo y al que adoro, pueden ser valientes y al tiempo muy cerrados. Los ciudadanos de España, Irlanda, Portugal, con fuerte tradición católica, han sabido reconocer mejor la importancia del derecho a ser feliz de cada cual”.

También le asombra la naturalidad con la que Obama ha impuesto esa misma conquista en su país de origen: “Da confianza, aunque persistan reductos de lo más horribles, el odio de ciertos grupos, lo insidioso de la gente sin educación, sin amor, los pervertidos por la religión y los infelices. Pese a eso, lo que hemos aprendido es que existe una básica bondad en la gente normal”.

Quizás, su marcada identidad sexual influyera en el ambiente que quiso abandonar cuando era joven. Cree que aterrizó en Francia obsesionado por la búsqueda de la belleza. “Tengo 70 años y me pregunto cómo acabé aquí. Vivía con una idea de lo que quería ser, ver y oír. A medida que crecía, sabía lo que me gustaba. Esencialmente, lo que me sigue gustando ahora. Mi familia me ayudó, pero estaba igualmente obsesionado con el concepto de belleza. Mis padres se mostraban muy comprometidos con el sentido estético de las cosas. Eran amantes de la música”.

Debuta los próximos días 13, 14 y 15 con la Orquesta Nacional de España, en un clima de euforia mutua

Pero sentía muy dentro el freno a volar. “Cierta parte de mí no reaccionaba, era un muchacho americano medio con una concepción dramática de lo que me consideraba en pugna con lo que me gustaría llegar a ser. Empecé a soñar pronto, a los 7 u 8 años. Con 12 o 13, ya como lector formado, devoraba el National Geographic, y sin haber estado nunca en el Louvre, te podía hacer de guía. Con el Prado, igual”.

Ya por entonces, conocía a Bach, a Pur­cell y se había instalado en él lo que denomina “el romanticismo de la huida”. Se mostraba obsesionado por aprender idiomas. Hasta el ruso, en plena Guerra Fría. “La música se convirtió en algo esencial. Mi madre, muy espabilada, se dio cuenta de que debía ponerme en manos de un gran maestro y enviarme a Nueva York”. De ahí pasó a Harvard y más tarde a Yale, para estudiar clave con Kirkpatrick. Pero aquella relación con el pionero estadounidense de la pureza de Bach terminó muy mal.

Christie le había escrito una carta diciéndole que gracias a él había sentido la necesidad de aprender clave y que así había cambiado su vida. Lo recibió y le obligó a tocar unas piezas al piano, pero no en un instrumento normal. “En uno que había pertenecido a Richard Wagner y que tenían en Yale. Me admitió, pero fue duro”.

Pasó a manos de un hombre atormentado y un pedagogo algo patético. “Acababa con sus mejores estudiantes. Enseñaba, pero te rompía las alas antes de que salieras del nido. Te mataba en el momento que detectaba que podías echar a volar. Las relaciones entre maestros y alumnos pueden ser muy complicadas, te dan mucho, pero desean construir en ti su propia imagen. Un día sentí claro el peligro cuando me dijo: ‘Me gustan mucho más las alumnas porque hay grandes posibilidades de que se casen rápido y se olvidan del clave”.

Si algo le agradece, fue el descubrimiento a fondo del mundo francés. Sobre todo, barroco. Un tesoro a explorar en el que con los años y una visión rigurosa, pero radicalmente moderna en la interpretación, le ha convertido en la referencia absoluta.

Quizás, su marcada identidad sexual influyera en el ambiente que quiso abandonar cuando era joven

Christie ha impuesto una pureza y una esencia desnuda en sus aproximaciones, sobre todo vocales. Empuja a interpretar sin aderezos. Confía en la fuerza de la música para presentarla a fuerza de gesto, sonido y voz. Gracias a él, se hace posible sentir la grandeur de los tiempos del Rey Sol, en una íntima dimensión. Fue algo que demostró en sus últimos espectáculos dirigidos en Versalles, en julio. “Huyo de la manía espantosa de querer comunicar a toda costa con parafernalia: hay otras formas”.

Según Christie, cuando se quiere realmente escuchar, no necesitas montajes caros: “Puedes lograrlo con vestuarios de lo más modestos y orquestas reducidas. No confío en el fenómeno del deslumbramiento con aderezos, hay que dejar que la música cubra todos los aspectos y los espacios. Para eso necesitamos ofrecerla de la forma más directa y austera posibles”.

Según él, en la corte barroca francesa, ese espacio por el que se sentían los ecos en torno al rey bailarín y absoluto de los Lully, Rameau, Charpentier o se dejaban ver las obras de Molière cotidianamente, se hacía así. Otra cosa eran las grandes ocasiones, en las que se daba todo el boato. “No debes separar la teatralidad de varios aspectos musicales. La comunicación más pura reside en el gesto y la voz. Ahí se encuentra la esencia de su poder. La desnudez es lo que asombra”. Los tiempos acompañan: “Vivimos en una época tan barroca que no necesitamos remarcarlo con adornos para llegar al corazón del público”.

William Christie dirige a la Orquesta Nacional de España. Emmanuelle de Negri, soprano; Karine Deshayes, mezzo; Reinoud Van Mechelen, tenor; Marc Mauillon, barítono. Médée (selección), de Marc-Antoine Charpentier, y Les Boréades, suite, de Jean-Philippe Rameau. Auditorio Nacional. Madrid. Días 13, 14 y 15 de noviembre.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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