Los tiranos son románticos
Khadra presenta a Gadafi como un monstruo con dosis de humanidad y nostalgia que a ratos nos cuesta creer
“Dicen que soy un megalómano. Eso es falso. Soy un ser excepcional, la providencia encarnada y enviada por los dioses que ha sabido hacer de su causa una religión”, afirma el Muamar al Gadafi imaginado por Yasmina Khadra, que ha cedido al tirano la narración en primera persona de sus últimas horas vivo. La idea era que Gadafi se retratara con sus propias palabras.
Así, tenemos al Rais libio oculto en Sirte a la espera de huir del asedio rebelde. Pese a su ejército diezmado por muertes y deserciones, Gadafi continúa maltratando a los que aún están dispuestos a sacrificarse por él. De todos modos, la situación tan extrema le agudiza la melancolía y le impele a revisar episodios clave de su vida: la ausencia de un padre; las continuas peleas de niño; cómo, a los 11 años, la Voz del Profeta le hizo sentirse elegido; su primera gran colisión con la burguesía libia y el sideral resentimiento que desde entonces albergó contra esos “pijos amamantados con biberón” a quienes, una vez alcanzado el poder, ejecutaría mientras “me cepillaba en cadena” a muchas de sus mujeres, aunque en realidad se cepillaba a cualquiera.
Los recuerdos evidencian cómo su original deseo de restablecer el orden en el país se confunde desde el principio con la sed de venganza y poder. Gadafi justifica cada paso —por supuesto que las atrocidades también— con soberbia autocomplacencia y solo se reprocha el exceso de paternalismo que acabaría favoreciendo la insurrección apoyada por nada menos que Al Qaeda. A la vez, se avergüenza de la falta de épica de una guerra determinada por los drones que sobrevuelan el territorio y le obligan a esconderse renunciando a cualquier heroísmo en esa Sirte devastada, “contrapunto del Olimpo”.
Los recuerdos evidencian cómo su original deseo de restablecer el orden en el país se confunde desde el principio con la sed de venganza y poder
Khadra vuelve a mostrar una estupenda agilidad narrativa proyectada por su exuberante y preciso verbo, expresándose virtuosamente plástico y creativo en la descripción de la tortura, los bombardeos o la aberrante personalidad de un narrador sumido en un íntimo monólogo que igual ilustra sobre su delirante arrogancia como desliza arrebatos de delicadeza que vienen a constatar que los tiranos son (muy) románticos. De este modo, entre barbaridades e injusticias flagrantes que el ojo requetetorcido del dictador no considera tales, se cuela por ejemplo un sueño en el que Gadafi dialoga con Sadam Husein; o múltiples alusiones a la figura de Van Gogh, uno de sus inspiradores preferidos junto a la heroína, que el Rais se pinchó hasta última hora.
Khadra presenta a un monstruo con ese rincón de humanidad necesario para ser asumido como miembro de nuestra especie, y aprovecha la encrucijada de Sirte para acentuar su mirada nostálgica. Pero ocurre que el Gadafi que se ha ido desvelando se nos antoja incapaz de despistarse con lirismos o con vangoghs en una coyuntura tan cruda. Cuesta creer que pensara de ese modo mientras se jugaba la vida. Es como si el narrador hablara desde una posición forzada, como si la credibilidad del personaje hubiera perecido en manos del recurso literario.
Pese a manejar información fiable sobre las últimas horas del Rais y a los documentados flashbacks en los que Khadra se apoya, late algo inverosímil en el fondo del relato. El propio Khadra ha dicho que escribió este libro “en trance”, lo cual suele ser sinónimo de “rápido”. Y la sospecha de un cierto exceso de velocidad aumenta al comprobar que el autor pasa insólitamente por encima de la etapa decisiva que va de cuando Gadafi reniega de sus raíces beduinas al asalto de la radio de Bengasi, tomando por la fuerza el poder. Khadra tanbién ha dicho que Rabelais hubiera escrito tres libros con Gadafi. Pues eso. La impresión final es la de haber leído un libro entretenido que aporta un cierto contexto pero que dibuja a un sátrapa tan incompleto que parece demasiado de ficción.
La última noche del Rais. Yasmina Khadra. Traducción de Wenceslao Carlos Lozano. Alianza. Madrid, 2015. 176 páginas. 16 euros.
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