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EXTRAVÍOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Oficina

Siete son los capítulos en los que Eduardo Arroyo ha dividido la exposición 'La oficina de san Jerónimo', que se puede visitar en la madrileña Casa del Lector

El pintor Eduardo Arroyo.
El pintor Eduardo Arroyo.Claudio Álvarez

Siete son los capítulos con los que Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) y Fabienne Di Rocco, comisarios de la muestra titulada La oficina de san Jerónimo, que se puede visitar en la madrileña Casa del Lector, han dividido el curso de la exposición. El número siete tiene una connotación simbólica de mucha enjundia, pero, en especial, de naturaleza sagrada, como así lo corrobora la doctrina cristiana, que, en no pocas ocasiones, emplea este patrón numérico, pues siete son las obras de misericordia, los sacramentos, los pecados capitales, las virtudes, los dones del Espíritu Santo… Con este dato y el de la apelación al célebre santo eremita, traductor de la Biblia en su versión canónica greco-latina, más conocida como la Vulgata, al que, además, enseguida se une san Simeón Estilita, el proyecto adquiere, de entrada, un aroma religioso, que sorprende por su rareza en un personaje agnóstico e iconoclasta como es Arroyo. En este sentido, César Antonio Molina, director de la Casa del Lector, cita con mucho tino al escritor francés Jules Renard, cuando este definía al laico como aquel que busca a Dios sin parar y no lo encuentra. De manera que los promotores de esta iniciativa lo que consideran sagrado es el acto de narrar mediante textos e imágenes, algo que, sin duda, le cuadra a Arroyo, no sólo como heráldico representante de la corriente pictórica conocida precisamente como “la Nueva Figuración Narrativa europea” de la década de 1960, sino él mismo polifacético artista plástico y escritor impenitente.

Pues bien, entonces, nos podemos preguntar, antes de visitarla, ¿de qué va esta exposición con semejante título y profusa aparición de denodados ermitaños? Además de lo antes advertido sobre lo sacramental del acto artístico de crear un texto o una imagen, ya que ambas acciones comportan pensar y hacer algo que nadie, en principio, demanda, no hay que olvidar que, quienes lo practican, para llegar a buen puerto, deben encerrarse también en una cueva, como quien dice, “más solos que la una”, y rodeados de mil tentaciones para abandonar este descabellado empeño. En el caso de Eduardo Arroyo y el de su cómplice para la ocasión, Di Rocco, muy versada en la forma de ser y en las ocurrencias de este gran artista, ha sido el de emprender un viaje al interior de sí mismo, incluyendo a cuantos eremitas le salían al paso, ellos mismos habitantes en cuevas, pues hacer un viaje rememorativo y regresivo al fondo de la noche donde se fragua el relato artístico exigen la complicidad para ser ejemplar.

Ciertamente, el material exhibido para esta reflexión es tan heteróclito y sorprendente como la genial iniciativa y su ideólogo, el mismo Arroyo, que cuenta todo lo que ha vivido y esa excitante y corrosiva mentira que es el arte, el mejor indicador de lo que nos pasa en nuestra breve existencia. En este sentido, con su proverbial alacre inteligencia, el funambulista Arroyo dispone una selección de obras de todo tipo, cuadros de diversas épocas, aéreas fotografías, libros ilegibles, columnas y escaleras para mantener por lo alto nuestra atención, todo ello para terminar con un colofón inspirado en El retrato de Dorian Gray, la novela de Oscar Wilde, que nos alecciona melancólicamente de cómo el simulacro del arte carga en lo posible con las miserias de nuestra vida en falso. Siempre he pensado que las obras maestras se acometen muy al término de la existencia tras haberse pasado toda una vida encerrado en una oficina, cueva o taller, y lo confirmo con esta maravillosa exposición, mediante la cual Arroyo ha firmado su mejor texto ilustrado.

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